Dios es grande, no me cabe la menor duda y todos los días nos obsequia la oportunidad de aprender cosas nuevas o reflexionar sobre algunas otras que dejamos pendientes en el pasado; ayer no fue la excepción para recibir las lecciones de vida, que por cierto, alimentan sobremanera a mi espíritu, por ejemplo: una persona llegó a mi consulta, jamás lo había visto en la vida y al preguntarle sobre el motivo de su consulta, me dice con una seriedad lapidaria que sabe que pesa sobre él una sentencia de muerte porque padece Diabetes Mellitus 2, había sido diagnosticado recientemente, y a sus 40 años de edad, aludiendo que antes de saberse portador de esa patología, era un hombre saludable, tenía energía sobrada, le agradaba su trabajo, disfrutaba de su tiempo libre con la familia y amigos, en fin, aseguró que era feliz, pero después del conocer su estado de salud, todo empezó a cambiar, su ánimo se fue deteriorando y con él, llegó la tristeza, la falta de apetito, la pérdida de peso, el insomnio, la melancolía y empezó también a tener ideas catastróficas como la brevedad en que quedaría ciego, perdiera los riñones o le amputaran los pies; pareciendo que tenía prisa, me pidió le elaborara la receta de sus medicamentos para ir a la farmacia, pero le comenté que era necesario que estudiara un poco más su caso y no por el hecho de tener ya el diagnóstico aludido, nos limitáramos a una formalidad sólo de entrega de medicamentos, y resignado acepto, completé los datos de su historial clínica y después procedí con su examen físico, en todo ese tiempo se fue estableciendo una mejor relación médico-paciente, el hombre habló con mayor confianza y mejoró su actitud, lo que me permitió hablarle en forma integral sobre su padecimiento y al tener mayor conocimiento, cambiaron sus expectativas catastróficas; me tardé, sí, pero sentí que era necesario, y lo mejor, que podría ofrecerle al paciente en esos momentos.

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