Un día, platicando con el joven viejo de mi memoria, me decía, que una de las cosas que más entristecen el alma, es comprobar cómo, con el tiempo, la persona amada no logra conocerte lo suficiente, como para comprender que no existe un ser humano perfecto, y que, por ello, es necesario reconocer y aceptar, que amor y perdón son un binomio indisoluble y garante de la perpetuidad de la relación matrimonial.

Si el estado perfecto del hombre fuera el de ser santo, seguramente, éste no fuera del todo humano, y si reconociéramos en nuestra esencia nuestro lado divino, para poder ponerlo en evidencia, sin duda tendríamos que dejar de ser lo que la naturaleza nos grita que somos y no dejamos de ser, debido a nuestra herencia genética ancestral.

Nuestro primitivismo nos hace cometer faltas constantemente, y como respuesta, recibimos también una reacción primitiva de parte de aquellos que, instintivamente, se sienten agredidos o amenazados por las expresiones de nuestra naturaleza.

La evolución nos ha conducido a padecer pena y temor desde nuestra  existencia primaria en el paraíso, motivada por la desobediencia del mandato divino, y nos ha obligado desde entonces, a esconder los sentimientos que emanan del centro de nuestras emociones, por ello, hemos vivido avergonzados por siglos, de nuestra naturaleza humana, pero, lo anterior no significa un reproche, porque de no haber sucedido, sin duda habríamos perdido la oportunidad de reconocer lo que es el verdadero amor, porque sólo aquél que logra dominar su estado primitivo, puede liberar de su ser su naturaleza divina, porque no hay que olvidar que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios.

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