De esos felices fines de semana, cuando no sólo se podían hacer planes para salir, sino que se concretaban y se podía además, disfrutar del campo sin la zozobra de ser asaltado, donde con confianza te podías meter al cauce del río, el cuál siempre llevaba una buena corriente y era tan cristalina el agua, que podías ver los peces. De esas veces, que encontrabas un par de árboles muy cercanos a la ribera, con la distancia precisa para amarrar una hamaca y así poder descansar bajo sus sombras. De esas veces, en que podías caminar sobre los bordes, buscando algunas formaciones rocosas de figuras caprichosas, o tan perfectas, que parecían esferas, canicas o pequeños planetas. De esas veces, que, al seguir caminando por la orilla del río, siendo niño, encontré un par de conchas pegadas y fui corriendo a mostrárselas a mi madre, que estaba muy atareada preparando los alimentos que consumiríamos más tarde, llegué brincando de gusto y le dije: Mamá, mamá, me encontré una concha en el río; ella, hermosa como es, sonriendo me dijo: No hijo, no es una concha, es una almeja, regrésala al río porque puede morir. Mamá, quiero ver lo que tiene adentro. De ninguna manera, son animalitos muy delicados, ve, déjala en el lugar donde la encontraste y asegúrate que sea dentro del agua, porque con el sol puede morir. Salí disparado hacia el río, pero mi curiosidad por saber lo que había adentro era tanta, que tomé del suelo una pequeña rama y empecé a tratar de introducirla entre las dos valvas, y cuál fue mi sorpresa, que no había nada en el interior, por lo que me regresé con mi madre y le dije: Mamá, el animalito no estaba en su casa, las conchas estaban vacías. Antes de darme otra explicación, mi madre, queriendo hacer notar mi desobediencia, comentó: ¿Por qué no me hiciste caso de dejar la concha en el río? y ¿por qué abriste la casa de la almeja? Agaché la cabeza en señal de arrepentimiento y después le contesté: Yo no he hecho nada malo, si abrí las conchas fue porque sabía que no había nada adentro, la concha la tomé de la orilla del río y no del agua, y no pesaba nada. Mi madre puso sus brazos en jarra, queriendo con ello demostrar inconformidad, y para reforzar la lección, del hecho que no era correcto desobedecer a los padres, y en actitud de regaño dijo: quiero que entiendas que no es malo ser curioso, de hecho, los niños siempre lo son, porque buscan aprender más de lo que ya saben o quieren comprobar lo que ya conocen, pero aquí lo más importante, es que no debes desobedecer a tus mayores, ¿entendiste? Asentí con la cabeza, pero, repuse: Mamá, ¿ya te fijaste que las conchas parecen dos manos juntas? ¿De que estas hablando? SÍ, mira, y junté mis manos, si te fijas por el agujerito que queda entre las dos manos puedes ver lo que hay adentro. Mi madre juntó también sus dos manos y dijo: así es, se puede ver lo que hay adentro, ¿y luego? Bueno, en las noches, cuando me mandas a dormir me dices que antes de hacerlo junte mis manos y le pida a Dios que nos cuide, que nos de pan que comer, ropa para vestir y un techo para dormir. Así lo hacemos y tú sabes que a eso se le llama hacer oración. Sí, pero me acuerdo que te pregunté que para qué juntábamos las manos y me dijiste, que, al hacerlo, quedaba un huequito entre ellas y era ahí la casita donde bajaba Dios para estar cerca de nosotros y escuchar mejor lo que le pedíamos. Sí, lo recuerdo, pero eso ¿qué tiene que ver con las dos conchitas que forman la casa de la almeja? Que tal vez la almeja, le pidió a Dios que le ayudara a tener una mejor casa, mejor comida y Dios la escuchó. Mi madre me puso la palma de su mano derecha sobre mi cabeza y luego dijo: Anda, vete a jugar y nunca dejes de ser curioso, algún día encontrarás la verdad.

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