He aquí un mosaico de mi adolescencia primaveral, érase mediodía de un viernes febril de aventura, de un día de cielo azul, con espaciadas nubes albas en cúmulos, sintiéndome temerario, pero temeroso, por la osadía de demostrar mi hombría a quien no me solicitaba el referente, subí al autobús rumbo al terruño de mis abuelos maternos, y después de 40 minutos de acalorado y ruidoso viaje, me encontré un tanto sudado y otro más adormilado, pues el vehículo, como era en ese tiempo su condición, adolecía de aire acondicionado, de ahí que para quitar el sofoco, se tenía que abrir la ventanilla, bueno, eso cuando ésta no se encontraba trabada, pero más que despertar queja en mi ánimo, me dejaba yo llevar por la energía que bullía en mi interior, que traducía en forma callada mi alegría por llegar a esa tierra amada, para no despertar las miradas curiosas de los varios parroquianos procedentes de Monterrey, que igual querían llegar a su destino en los puntos intermedios de tantos bellos poblados a la orilla de aquella otrora calmada carretera nacional de libre tránsito, a la velocidad moderada, tanto, que se podía contar con calma la cantidad de árboles, de pájaros y de animales que pastaban; ilusionado pues, estaba por sentirme apapachado por aquellos amados personajes, que siempre tomaba por sorpresa y al verme tenían a flor de piel una enorme y sincera sonrisa que para mí era interpretada como un fresco rocío con una brisa que embriagaba y con ello le decían adiós a la molestia del alto calor que por ese tiempo se sufría, mismo que ejercía un impacto abrazador en los charcos de las empedradas calles, evaporizando el líquido acumulado por la lluvia que previamente había caído y que era interpretada por los pobladores como una señal de que pagarían los deudores a quien debían, pues era todo un espectáculo ver llover con el sol de mediodía, donde al término de la misma, aparecía en el firmamento el siempre esperado arco iris, que hacía juego con el variado colorido de las  mariposas que presurosas  querían saciar su sed, mientras los chamacos con una rama querían, más que espantarlas para poderlas admirar una vez que las tenían entre sus manos; reflejando con ello el interés que el ser humano tenía por atesorar aquellos hermosos componentes de un escenario que siempre nos ilusionaba, por ser un espectáculo mágico, por qué no decir un milagro de la naturaleza.

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