Oh, maravillosa memoria, que me regresas en el tiempo a cualquier lugar de mi pasado, que pareciendo estar muy lejos, resulta que vive conmigo el presente para que regrese cuando quiera, y hoy quise llegar hasta aquel bendito día en el que aprendí de mi abuela materna llamada Isabel, un nuevo lenguaje  lleno de modismos; aquella mañana de viernes a mediodía, habiendo salido de la escuela primaria, contaba apenas con diez años, sintiendo que me había llegado el tiempo de la toma de decisiones personales, después de la lectura de un libro inspirador sobre el sentido de pertenencia y el amor por la patria, me planté frente a mi madre de nombre Ernestina, asegurándome antes de verme bien forjado, metí la falda de la camisa al pantalón y apretando el cinto lo suficiente para sostenerlo, le dije con mucha seguridad: Madre, hoy  he decidido caminar sólo y no de tu mano protectora, pero antes, quiero preguntarte algo ¿Me tienes confianza? Ella, hermosa como siempre, con una agradable sonrisa, puso su mano derecha sobre mi cabeza, me sacudió tiernamente mi cabello y dijo: ¿acaso dudas que te amo? Me sorprendió su respuesta y repliqué: No te estoy preguntando eso, te pregunté si me tienes confianza. Ella contestó, cuando se ama a alguien se le entrega también toda la confianza. Y eso qué quiere decir, le dije. Que sí, te tengo toda la confianza del mundo. Al escuchar aquello, di un salto de alegría, y como si me hubieran entregado las llaves de la puerta de la libertad, le dije: Hoy es viernes y el sol aún hace brillar el día, quiero ir a San Francisco a visitar la casa de los abuelos; en ese entonces vivíamos en Monterrey N.L. y la distancia para llegar a la casa grande era de aproximadamente 36 kilómetros, por necesidad había que tomar un autobús, por lo que esperaba un no como repuesta, pero para mi sorpresa dijo que sí, que ella misma me llevaría a la parada de los autobuses para asegurarse que me subiera, pagó mi boleto y le dijo al chofer que me bajara en la plaza Ocampo, frente a la Iglesia de Santiago Apóstol; realizado lo anterior me subí al autobús y me senté en la parte del medio y miré a través de la ventana, mi madre levantó la mano para despedirme y con la otra me envió un beso. Todo el camino veía los árboles nativos de la región, entonces había pocas construcciones, mi deseo era memorizar el trayecto para orientar mi regreso. Al llegar a la casa de mis abuelos, mi abuela Isabel transitaba por arriba de la banqueta procedente de la tienda con rumbo a la casa, cuando me reconoció, abrió los brazos y corriendo llegué hasta ella, después regresó conmigo a la tienda para saludar a Chonita y a Gilberto, me preguntaron si había comido y antes de contestar, la abuela dijo que ya iba ser la hora de la merienda que lleváramos galletas o pan y ellas nos daría café; hicimos sobremesa platicando cosas de familia y después Gil y yo salimos a visitar algunos amigos, no sin antes advertirnos Chabelita que regresáramos antes del anochecer, y así lo hicimos, pero nos quedamos jugando al burro bala en la esquina de la carnicería del abuelo Virgilio, donde había un poste con una de las pocas lámparas del alumbrado público, después nos sentamos en la banqueta de la casa de Carmela y Bruno a platicar historias asombrosas. La abuela  nos llamó porque ya había tendido un colchón sobre el piso del Salón de la casa grande y  acostados sobre el tendido seguimos platicando, hasta quedar dormidos, y aún no salía el sol y la abuela entró al Salón, prendió la luz y nos invitó a levantar y notó que nos habíamos dormido vestidos y fue cuando empezó la lección de modismos: Pero cómo es eso Gilberto, durmieron ensillados, dijo la abuela, levántense lepes, porque van a la labor a Canoas con Virgilio, lávense la cara, quítense lo pitañoso de los ojos, fórjense bien la ropa y se peinan porque parecen pazguatos; ¡que no se levantan! voy a agarrar el varejón para darles, no vayan a llevarse la huleras dejen esas anchetas y cada uno lleve un colote para la pizca; yo les voy a preparar unos pares, para que almuercen antes de la friega, no se les olvide llevar la hojalata y cerillos para prender la lumbre. En aquello que parecía un regaño, se encontraban todas las indicaciones para forjar nuestro carácter de hombres trabajadores y nunca sentirnos humillados por no emplear un lenguaje más propio, para llamarle a las acciones y las cosas.

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