Sabiduria, Fe y Milagro

Cuando niño me gustaba acompañar a la abuela Isabel a realizar las actividades del día; y no siendo sábado, ni domingo, que eran siempre los de más trabajo en la casa grande, podía deleitarme con sus amenas charlas. Recuerdo que estaba aún sentado en la mesa del comedor apurando mi desayuno, cuando aquella menudita y hermosa mujer que vestía  un suéter negro y una falda de igual color que le llegaba por debajo de las rodillas, protegidos ambos por un delantal de tela de algodón de color café a cuadros, salía presurosa, a temprana hora, para regar las plantas de su peculiar jardín; y al escuchar  yo el inicio del goteo,  producto del agua que escurría por las orillas o el fondo perforado de las macetas, y pegaba en las láminas de las bases donde se asentaban todas, fueran de barro, o de lámina, corría presuroso para verla dirigir magistralmente aquella orquesta de instrumentos naturales; y esperaba en silencio, pero con suma impaciencia, el momento mágico para escuchar sus relatos sobre la historia de cada planta: Mira, me decía con la alegría reflejada en su rostro, esa es un begonia, me la regaló  mi comadre Felipa, y aquellos geranios que he podido reproducir, me los obsequió Cecilia, la mamá de Quiche; y yo imaginaba en cada pausa los maravillosos encuentros de aquella hermosa gente de la comunidad de San Francisco, Santiago Nuevo León;  saliendo de mi embeleso al volver a escuchar su voz: Aquella papaya la sembró  Virgilio, tiene tan buena mano como yo, le bastó  arrojar las semillas al jardín, una vez que comió  una buena rebanada de la fruta, aunque para que germinaran, te diré un secreto, yo como quiera iba y las enterraba, porque la tierra siempre es agradecida cuando la tratas con amor. Mira hijo, este jazmín es mi preferido, cuando florea me gusta sacar mi mecedora al patio para respirar la fresca brisa de la noche impregnada del delicioso perfume; y yo, aunque no estuviera floreando el jazmín, podía percibir el aroma de aquellas flores y sentir cómo llegaba hasta lo más profundo de mi ser.

Un buen día le pregunté: Abuela ¿cuándo me vas decir el secreto para que las plantas siempre luzcan tan vivas y tan hermosas? Ella me contestó: Ámalas como a ti mismo. A mis 5 años de edad, no comprendí del todo la profundidad y el poder de aquella frase. Pasaron los años y mi abuela Isabel visitó mi hogar, para entonces estaba ya felizmente casado y disfrutando la dicha de ser padre, ella traía en su mano una pequeña poda de jazmín, me pidió le llevara un bote de lámina con tierra y sin más lo sembró y me dijo: Recuerda cuál es el secreto. Cuidé con tanto esmero aquella pequeña planta y por fin vi coronado mi amoroso esfuerzo con un pequeño brote, después sembré la planta en la jardinera contigua a la cochera, y con el tiempo sus ramas se fueron guiando hasta la ventana de mi habitación, donde floreció abundantemente y sus flores, por las noches, perfumaron el ambiente, obsequiándome siempre sueños placenteros. Dos años después mi abuela regresó a mi casa y me dijo: No me equivoqué contigo, y permitió que le tomara una foto entre el follaje del milagroso Jazmín.

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