Érase una vez en un pueblo mágico, que un niño de gran imaginación vivÃa una extraordinaria realidad; se dice de él, que tenÃa vocación de escritor y que fue enviado por Dios al paraÃso llamado San Francisco, en Santiago Nuevo León y en aquel maravilloso paisaje, su creatividad evolucionó al grado, que no habÃa cuaderno donde pudiera plasmar tantas vivencias, de ahà que su cerebro se convirtió en un libro de incontables y perpetuas hojas, donde quedaron grabados eventos cotidianos de una comunidad laboriosa, increÃbles historias y fabulosos cuentos, donde se evidencia la sabidurÃa popular que se adquiere en la sencillez de la camaraderÃa, la familiaridad y la solidaridad de un pueblito que privilegia la convivencia familiar, la hermandad y la sincera amistad. PermÃtase pues, leer una de estas páginas: Y al dar las cinco de la tarde en punto, cuando el sol generaba un sabroso calorcillo que originaba un incontrolable sopor, se escuchaba el sonido de los pasos de Don Virgilio en dirección a la alcoba matrimonial, y al poco rato, reposando ya en la cama, se podÃa escuchar un ronquido de tono suave, conocido por todos los nietos de tan respetable señor, que cautelosos, pasábamos sigilosamente  y de puntillas en dirección a la calle, para no despertar al dueño del caserón, porque bien sabÃamos que merecÃa aquel descanso vespertino, pues sus mañanas empezaban siempre, cuando aún la luz del dÃa tardaba un par de horas en asomar. La curiosidad de niño me hacÃa voltear antes de llegar a la puerta principal, cuyos postigos artesanales entrecerrados daban mediana oscuridad a la sala contigua a la citada habitación, y lo veÃa yo tendido sobre la cama, en estado de relajación, dando con ello descanso al cuerpo cansado, cuyo rostro, indistintamente en esos casos, estaba siempre cubierto por su inseparable sombrero de palma; y al cruzar la sala, y salir a la calle, era menester el poner los pies descalzos sobre la banqueta gris de cemento pulido, no sin antes apreciar, cómo el rebote de la radiación del astro rey, se refleja como un espectro de evaporación o calentamiento del aire, que anunciaba un piso más que cálido, era necesario pisar y resistir el tormento ardiente, pues en las manos ocupadas, llevaba mis zapatos para no despertar al abuelo, que a pesar de todo, tenÃa el sueño ligero. De brinco en brinco llegaba a la tienda, pasando frente al salón y al entrar a los abarrotes, no cabÃa de felicidad al encontrarme con la figura hermosa de Chabelita, quien esperaba un tanto fastidiada a la clientela que acudÃa por el pan para la merienda, mientras yo miraba en aquella vitrina panadera, el antojadizo cortadillo cubierto de mermelada de fresa, e imaginaba, que, al primer mordisco, su esponjosa consistencia cedÃa a la tentación de mi apetito. Sabiendo como era la abuelita de consentidora, esperaba impaciente que ella abriera el resguardo panadero, y como siempre, sonriente, me ofrecÃa aquella anhelada pieza de pan, y feliz me regresaba sin importar el calor del suelo a la casona, ya sin más cautela, y asà llegar a la cocina de Doña Chabela, para agarrar el pocillo de peltre, y sacar de aquel recipiente del mismo material asentado en la hornilla de la estufa, la oscura y aromática bebida fascinante.
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