María, mi amada nieta María de mis tormentos, a sus 8 años de edad me preguntó hace unos días si yo tenía muchos amigos. Simulé no haberla escuchado, pues en esos momentos trataba de concentrarme para escribir un enfoque; tenaz como es ella, al no contestarle, decidió subir a mi espalda y pasó sus delgados brazos por mi cuello, quedando su carita cerca de la mía, entonces volvió a preguntarme lo mismo, y antes de contestarle, le pregunté a qué se debía su interés por el tema; ella, contestando con mucho aplomo, me empezó a narrar breves historias que vivía con sus amigas de la escuela, y en cada una de ellas disfrutaba al ver dibujado en el rostro la expresión de aquel cúmulo de emociones que experimentaba, por un momento cerré los ojos y empecé a imaginar todo aquello, transformando en mi mente sus palabras en imágenes; como ella notó mi estado contemplativo, procedió a gritarme al oído: ¡Despierta abuelo! Con sobresalto abrí los ojos, y le pedí se bajara de mi espalda, pero ella seguía ahí pegada como si fuera una pesada mochila; entonces me prometió que bajaría si le contestaba la pregunta inicial y le respondí que tenía muchos conocidos, pero muy pocos amigos; ella sorprendida respondió: no puede ser, con tantos años de vida, con tantos años de escribir enfoques, seguramente lo que te sobran son los amigos. En ese momento evoqué un viejo recuerdo de cuando yo contaba con la misma edad que ahora tiene María; en aquel tiempo, yo fui tan insistente como mi nieta y le pedía mucho a mi padre que nos llevara al rancho naranjero de mi abuelo materno, Virgilio Caballero Marroquín, situado en una localidad llamada Canoas, en el municipio de Montemorelos, del vecino estado de Nuevo León; y cuando por fin mi padre accedía, preparábamos todo lo necesario para un día de campo, recuerdo que a una orilla de la propiedad pasaba un arroyuelo y fue ahí donde inicié mis lecciones de pesca con una rústica caña de pescar fabricada con una vara de Anacua, de donde pendía unos dos metros de sedal y amarrado en un extremo un anzuelo, como carnada masticaba una galleta salada para preparar una masilla y la adhería al anzuelo, al sumergirlo en el agua del arroyo, se amontonaba a curiosear un buen número de sardinas, cuyo cuerpo palteado reflejaba los rayos del sol, lo que hacía más atractivo el espectáculo; eso me ayudó para poderle explicar a María la diferencia entre los conocidos y los amigos, le dije lo siguiente: Los conocidos son como los hermosos peces plateados que nadan en los arroyos, que  cuando te encuentran se acercan a ti, te observan detenidamente y si se sienten cómodos con tu presencia te aceptan en el grupo, algunas veces te permiten estar cerca de ellos, algunos son más amigables que otros, otras veces si lo que te hace diferente a los demás lo consideran un riesgo para sus intereses, te rechazan, en ocasiones te agreden y hacen lo posible por alejarte de su hábitat; en cambio los amigos por lo general no les llama la atención cómo luces por fuera, sino lo que refleja tu interior, te aceptan tal y como eres, son amables, les agrada tu compañía, son solidarios, te apoyan en tus necesidades, celebran tus triunfos, jamás compiten contigo, ni conspiran contra ti, pero lo mejor de todo, siempre estarán a tu lado y llegan a amarte como se aman a sí mismos y como son amados por quién nos ama a todos  y es un Padre bondadoso. María de un salto se bajó de mi espalda y sonriendo dijo: Ya sé de lo que me estás hablando, hablas de que los amigos de verdad son aquellos que nos dan lo mejor que tienen en la vida y eso es el amor, así como nos ama Dios. Tú lo has dicho mejor que yo, ahora, ve a jugar con tu hermano, José Manuel y deja que termine mi artículo.

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