Aquel día, mi primo Gilberto y yo decidimos quitarnos los zapatos para caminar descalzos por aquellos caminos reales de la congregación de San Francisco; cuando le pedí a mi primo que lo hiciera,él me advirtió que podríamos sufrir alguna herida en las plantas de los pies al pisar alguna espina, mas,yo insistí en que lo hiciéramos, porque sólo así podríamos ponernos en contacto directo con la madre tierra; en fin, como los mejores amigos que éramos, enfrentaríamos juntos la posibilidad de lastimarnos, y apenas sí habíamos caminado unos cuantos minutos, cuando nos salió al paso un lugareño, que llevaba en la mano derecha las riendas de un borrico cargado de leña, su nombre era Marcelino, y nos saludó con alegría, pues bien que conocía a la familia, sobre todo, era asiduo a visitar la tienda de abarrotes de la tía Chonita; por cierto, yo lo veía con atención, cuando prestaba apoyo en el establecimiento referido, y Marcelino, indistintamente pedía siempre una cajetilla de cigarros “Delicados; siendo yo en ese tiempo un niño, me preguntaba a qué le podía saber el humo, aunque lo imaginaba, pues cuando encendía uno de esos cigarrillos ovalados, y después de aspirar profundamente el aire caliente de aquel tizón que se consumía, exhalaba una bocanada de humo por boca y nariz, y el aroma del tabaco se esparcía por toda la tienda. Pues bien, Marcelino notó que íbamos descalzos y nos preguntó por los zapatos, Gilberto le contestó que estaban en buen resguardo, el hombre aquel siguió su camino, no sin antes sacudir el polvo de su sombrero, pues aquellas calles sin pavimentar, guardaban una buena cantidad de polvo muy fino de color amarillo claro, eso lo podíamos saber, pues nuestros pies parecían haber sido enharinados con un fino polvo de harina de maíz; minutos más adelante, sucedió lo que seguramente habíamos atraído con nuestros comentarios sobre la posibilidad de herirnos los pies, y así fue cuando sin darme cuenta, pisé una rama de espinas de huizache y al sentir el dolor punzante, de inmediato caí sobre el suelo polvoroso, mientras Gilberto, presto, retiró las espinas de la planta de mi pie izquierdo, y como me fue imposible caminar, Gilberto se ofreció a cargarme;en ese entonces ambos estábamos flacos, así que, al resistirme a que lo hiciera, Gil, como le decíamos de cariño, me dijo: No has de pesar más que una caja de manzanas de la sierra o una arpillera de naranjas. Cuando llegamos al punto donde habíamos dejado los zapatos, para nuestra sorpresa,nos volvimos a encontrar con Marcelino, quien le dijo a Gilberto: ¿Qué duele más, la espina en el pie o la carga que llevas en la espalda? Gil sonriendo le dijo: Yo lo cargo hoy, él me cargará mañana; aludiendo que más allá de la familiaridad, el fuerte lazo de amistad que nos unía, hacia cualquier carga más ligera, sobre todo cuando se trataba de minimizar el dolor.

Aquel bendito día, caminaba al lado de Jesús, y cuando el cansancio llegó a mis pies, le dije: Maestro, descansemos un poco, pues estas sandalias mías mortifican mis pies; Él se me quedó mirando con infinita dulzura y me contestó: Quitarse las sandalias no requiere de mucho esfuerzo ¿cómo podrás quitar el peso de aquello que mortifica al espíritu? Es bien sabido, que un espíritu cansado, no llega a su destino, dame, pues, a mí, las cargas que te aquejan, que yo las ha ligeras.

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