Me agrada platicar con las personas de 70 años y más, porque descubro en ellos la pasión que vivieron en su juventud, la tenacidad de su mejor esfuerzo para cumplir con el trabajo que les correspondía en su momento, y la satisfacción de poder recordar hechos que marcaron su vida positivamente.
También logro percibir en la mayoría, la presencia de la nostalgia y el temor que representa la seria amenaza de ir quedándose solos conforme siguen el camino a la verdadera vejez; entonces pienso en el camino que me falta por recorrer, y me invade el anhelo de poder construir, en el trayecto a mi propio envejecimiento, una especie de muy cómoda escalera, para, más que acelerar mi descenso, me auxilie a ascender a un plano donde pueda tener la seguridad de encontrar una forma de vida ausente de temores, de penas, de tristezas, eso sí, plena de satisfacciones, de amor, de alegría, en donde ya no sea necesaria la energía generada por las calorías proporcionadas por la alimentación ordinaria, sino la que proviene de la esencia universal de donde surgió la vida.
Más, antes de seguir caminando, me detengo a pensar en lo que he estado viviendo en esta década de los 60, y veo con tristeza, que por más que me esfuerzo en sentirme pleno, me castigo viviendo situaciones, que además de exigirme gasto extra de energía, me hacen acelerar la marcha al envejecimiento prematuro; por eso, las sabias palabras que provienen de aquellos que me llevan por delante una, dos o tres décadas, las recibo como una invitación para vivir con responsabilidad pero con mayor intensidad cada instante de esta etapa de transición, donde me afano en reciclar toda vivencia que me ha hecho feliz en el pasado, para que llegado el momento del envejecimiento real, igual pueda disfrutarlo en compañía de todas las personas que amo, sin reclamos, sin envidias, sin intrigas, sólo con la única misión de entregarnos al amor verdadero.
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