Esa noche, la luna brillaba de una manera muy especial, tanto, que para apreciarla mejor me subí al techo de lámina de la casa grande, lámina que a pesar de ser de noche, aún emanaba el calor que le obsequiara el esplendoroso sol que le diera la claridad a ese día; mas, esto no impidió que me acostara de espalda, para contemplar a mi anchas el maravilloso firmamento. Como la casa tenía varios desniveles, entre sombras, imaginaba que aquella gran extensión, era como un desierto donde se apreciaban las dunas de arena; qué afortunado soy, dije para mí, tener esta magnífica vista y apreciar además la quietud que reina en el entorno. Aclaro que no era esa la primera vez que subía al techo para estar más cerca del cielo, además, subir no era nada fácil, pero no se me dificultó, pues siempre observaba a una de las gallinas más querida de la abuela Isabel, subir a través de unas largas tablas que el abuelo Virgilio tenía recargadas sobre una de las paredes de la cochera, sí, las que se encontraban muy cerca del gran zaguán, mismo, que se componía de cuatro hojas de lámina enmarcadas en madrea, dos del lado derecho y dos del izquierdo, y ambas coincidían al centro para abrir o cerrar, según la necesidad. El ascenso de la gallina era temprano, una vez que la abuela las alimentaba a todas; yo la acompañaba con una pequeña tina llena de granos de maíz,  como las gallinas se encontraban dispersas en el solar, ella las llamaba emitiendo un sonido al pegar su legua con el paladar. Extasiado, veía aquella loca carrera de las aves, por llegar a donde se esparcían los granos de maíz, por cierto, el gallo aprovechaba la distracción de las gallinas para hacer de las suyas, de esa manera mi abuela podía calcular cuantas gallinas pondrían un huevo. Cuando se terminaba el maíz del recipiente, me pedía me sentara junto a ella en el primer escalón, de los dos que se encontraban al abrir la puerta que limitaba el traspatio del solar; era entonces, cuando aprovechaba aquella sabia mujer, para enseñarme los secretos del campo. Ese día, la plática empezó de la siguiente manera: ¿Te gustan las gallinas? Sí abuela, me gustan mucho, pero no me gusta comerlas después de conocerlas, aunque he de reconocer, que eres una excelente cocinera y cuando llegas a elaborar algún guiso, al ver servida alguna de sus partes en mi plato, cierro los ojos, para no pensar lo que estoy comiendo.  Has de saber, dijo Chabelita, que no nos comemos todas las gallinas, las que nos comemos, son gallinas que me regala la gente o yo compro, pues yo tampoco sería capaz de comerme a mis gallinas, de hecho, las conozco desde que fueron pollitos, más no les pongo nombre, sólo apodos; mira, aquella es la copetona, esa es la abada, aquella es la pescuezo pelón, la gordita es la golona, aquella otra la sangrona, le puse así porque camina con mucho garbo. Oye abuela  ¿cuál es la más ponedora? todas son buenas ponedoras. ¿Y cómo sabes cuándo van a poner un huevo? Primero, por su manera de caminar, después, cuando emiten un cacareo especial, su mirada es también importante, van caminando y ven de un lado para otro, como si no quisieran que nadie las siguiera, y cuando sienten que la postura se aproxima, buscan el nido, pero no a todas les gusta poner el huevo en los nidales del gallinero, hay algunas muy “golletas”, creo que son las más inteligentes, pues buscan la manera de proteger su postura, son las más maternales, de hecho, en ocasiones se esconden tan bien, que hasta que aparecen  caminando con los pollitos me percato de su presencia; mira ahí va la colorada, vamos a seguirla, está presentando todas las señales de que pondrá un huevo. Y la abuela  y yo la seguimos, se fue a la cochera, subió las tablas largas, siguió por un reborde de material que en sus esquinas soportaba los maderos que sostenían parte del techo de lámina, y precisamente en una esquina, la gallina colorada se echó a depositar el huevo, horas después, regresamos, y mi abuela me invitó a subir con cuidado para recoger el huevo, pero cuando llegué al nido, me encontré que había catorce huevos, pero no me dejó bajarlos, porque dijo: Se va a echar para incubarlos, esperemos a que tenga los pollitos. Sentí una gran emoción al descubrir el nido y más, por el hecho de poder ser testigo de todo el proceso del nacimiento de los pollitos.

Fue así como aprendí, a subirme al techo, siguiendo a la gallina clorada. El techo  de lámina estaba aún caliente, a pesar de la noche, a pesar del viento fresco que corría en aquella altura, donde podía alcanzar con las manos el cielo y estar recostado  sobre la candente arena del desierto, contemplando a las dunas moverse como las olas del mar, mientras yo miraba a la luna, a las estrellas, y en mi imaginación se iban incubando las ideas que en un futuro me  abrirían las puertas del amor por la literatura.

Soy yo, un escritor conocido sólo por Dios y con eso me basta, él pone toda la inspiración en el entorno, yo la tomo con humildad, para evidenciar nuestros maravillosos encuentros.

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