La carreta se movía pesadamente al ritmo cadencioso de los bueyes, armonizando con el rechinido de las ruedas, mientras yo experimentaba una de las emociones más grandes en mi niñez, al ir sentado sobre las naranjas que llenaban el cajón; el boyero dirigiendo a los bueyes los azuzaba con la aguijada para apurar el paso, pues el tiempo trascurría y se hacía tarde para llegar hasta el camión de redilas donde se descargaban las carretas.

Ni sol, ni   aire seco, ni sed, inhibían el gozo que sentía; después de haber visto por  televisión muchas veces la escena en una serie campirana, y haber idealizado la imagen de verme entre sentado y recostado en aquella loma de naranjas recién cortadas, dejando que el zumo impregnara mi camisa para que disimulara el olor a sudor emanado de la piel, debido al esfuerzo del duro trabajo, después de un largo día en la huerta del abuelo Virgilio, situada en la
congregación de Canoas; y sí, también apretaba el hambre, pues el lonche hecho por la abuela Isabel a las cinco de la mañana, antes de partir a la labor, lo consumí vorazmente, previo al inicio de la faena a orillas del arroyo que bordeaba el camino de terracería y el límite del naranjal; recuerdo cuando uno de los compañeros de faena, hizo la lumbre y puso unos soportes con piedras del río para colocar la hojalata, que de por sí tiznada, de nuevo se
volvía a pintar de negro, pero, que de alguna manera mágica, daba un sabor especial a los deliciosos pares de cecina con salsa molcajeteada de tomate fresadilla con chile piquín que la abuela preparara.

Una vez cargado hasta el tope el camión de redilas de doble rodada, combinando los colores rojo del tablado con el amarillo de la naranja, trepado nuevamente, sobre la fruta sentado, al salir a la carretera, dejaba al viento refrescarme, las lágrimas por el roce se me escurrían por los bordes externos de los ojos, limpiándolas con el dorso de la mano, viendo siempre al frente, contemplando aquel cielo esplendoroso y diciéndome una y mil veces: Qué afortunado soy de vivir y de disfrutar lo que Dios nos ha obsequiado.

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