Mi abuela materna, de nombre Isabel, oriunda de San Francisco, Santiago N.L., hermosa mujer, cuya estatura se medía de la cabeza al cielo, de un carácter sumamente agradable, de mirada inteligente y respuestas rápidas pero certeras; me pidió un día, apenas amaneciendo, la auxiliara en algunos menesteres de la tienda familiar de nombre “Abarrotes Caballero”, y estando ambos esperando la llegada del panadero, para poder surtir el pan a los vecinos de dicha comunidad norteña, un tanto malhumorada, tal vez por las dolencias propias de la edad, esperábamos pacientes a los clientes, yo la observaba adormilado, con sincera admiración, pues si a mí se me dificultaba levantarme a las 5 de la mañana, siendo apenas un adolescente, imaginaba lo que ella tendría que pasar para hacerlo, aunque ya esa práctica estaba dentro de sus rutinas desde hacía muchos años; más,  sin darme cuenta, ella también me observaba para que me mantuviera alerta, pues era evidente mi cabeceo por  aún tener sueño.

Recuerdo que en esa ocasión, llegó nuestra primer cliente, una joven mujer, que por razones obvias no había cuidado su arreglo personal; mi abuela la empezó a despachar sin quitarle la vista y noté que en su cara tenía un gesto de franco desagrado, también se evidenciaba que sus labios se apretaban y se aflojaban, y entonces sucedió lo que frecuentemente  pasaba cuando a ella no le agradaba alguna situación, le dijo a la joven: Que bárbara muchacha, cómo es posible que te atrevas a salir a la calle toda paistuda, con el salitre marcado en el pescuezo y la baba seca, la joven se apenó mucho y le respondió con mucho respeto: Hay doña Chabela , por qué es tan claridosa; y mi abuela inmediatamente replicó: Mira , fea no eres, pero con esas mechas paradas y lo demás que te dije, y que ya no voy a decir, porque veo que eres muy delicada, mejor tómalo como un consejo.

El rostro dela joven empezó a relajarse un poco y le contestó: Eso haré doña Chabela, lo tomaré como un consejo; al parecer todo había quedado en santa paz, pero antes de que saliera la joven del tendajo, mi abuela  dio la estocada final: Oye niña y para la otra lávate la boca (suavicé un poco la palabra), mira que venir y hablarle a uno en sus narices con ese tufo, por poco y me gomito.

Así era de folclórico el lenguaje de tan amada abuelita, que pudiéndose tomar como una ofensa, al final, propios y extraños, le festejaban la ocurrencia.

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