A propósito de mi reciente cumpleaños, llegaron a mi memoria muy gratos recuerdos, como aquella tradición que surgió en mi niñez en la que a mis ocho años mi madre me preguntara: Hijo, hoy es ocho de octubre, es el día de tu cumpleaños, ¿qué quieres de regalo? Con un poco de pena y temor le contesté: Quiero que me regales un pollo rostizado para mi solito. Mamá se sorprendió con mi respuesta y exclamó: ¡Un pollo! No quieres un pantalón, una camisa, unos zapatos, o que te llevemos a algún parque de diversiones. No mamá, quiero un pollo… un pollo grande y doradito, y lo quiero para mí solo. ¿Y por qué quieres un pollo? Es que cuando nos toca comer pollo, por ser tantos hermanos siempre me toca la rabadilla, yo no quería decirte nada, pero esa parte del pollo no me gusta, porque casi no tiene nada de carne y me quedo con ganas. De acuerdo hijo, contestó mi madre, hablaré con tu papá y veremos si está de acuerdo. Cuando llegó mi padre a la casa, inmediatamente mamá le dio a conocer mis deseos, él pidió me acercara y me dijo: Así es que quieres un pollo para tu cumpleaños, y lo quieres para ti solo. No me atrevía a ver a los ojos a mi padre, pues temí que se molestara conmigo, pero en lugar de eso sacó la cartera y me dio un billete de cincuenta pesos y me dijo. Anda ve a la rosticería y cómprate el pollo que más te agrade, pero ten cuidado al cruzar la calle y lo mismo cuando pases por la plaza. Era tanta mi felicidad que salí corriendo de la casa, crucé la calle pero al ir por la plaza tropecé, dando algunas volteretas, igual me levanté sin perder la sonrisa, me sacudí el polvo, volteé hacia el balcón donde solía pararse mi madre para ver que todo marchara bien, cuando hacíamos algún cruce de calles, y para mi fortuna no se encontraba, así es que seguí corriendo, llegué a la rosticería Pollos Vidaurri, les pedí me dieran el pollo más grande que tuvieran, y le dije hoy es mi cumpleaños y me comeré el pollo yo solo, el despachador muy sonriente, tal vez por ver mi cara de felicidad, lo envolvió y me lo entregó y me pidió se lo pagara, fue entonces cuando me percaté que el billete se me había caído en la plaza, con mucha pena le dije que me esperara, pues se me había olvidado el dinero en casa, salí corriendo del establecimiento, llegué al lugar donde me había caído y por más que busqué, no encontré el billete, y empecé a asustarme, porque llegaría a la casa sin mi regalo y sin el dinero, me senté en una banca a meditar y después de un rato se me ocurrió romper las bolsas de mis pantalones para tener un pretexto por la pérdida del dinero, sabía que mi padre se enojaría mucho y lo peor de todo, era volver a escuchar aquellas palabras salir de su boca: Eres un inútil, tienes manos de trapo. Regresé a casa, llegué con mi madre y me aferré a sus piernas y empecé a llorar, ella se asustó y me dijo: Te pasó algo, y me empezó a observar de pies a cabeza, notó que mi pantalón estaba lleno de tierra y tenía raspones en los codos, pensó que me habían atropellado y corrió a decirle a papá lo que pensaba, él llegó corriendo a mi lado y me revisó por todas partes, y como yo seguía llorando, me dijo: ¿Dónde te golpeó el auto? Hasta entonces me di cuenta de lo que pensaba, entonces le dije: No papá, no me golpeó ningún carro, yo tropecé solo, ya ves como soy de torpe, y lo peor de todo es que perdí el billete que me diste para comprar el pollo, pero no te preocupes, ya no quiero pollo, a mi padre se le rodaron las lágrimas y sacó de nuevo su cartera y me dio otro billete y me dijo: Anda hijo, ve por tu regalo, pero ten mucho cuidado al cruzar la calle.
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