Desde muy temprana edad me gustaba profundizar sobre los aspectos que menos se tomaban en cuenta al tratar temas sencillos, desde luego, que eso no le agradaba a la mayoría de los amigos de la infancia, y a decir verdad, tampoco a los adultos de la familia con los entablaba un diálogo para discutir la razón de alguna situación que a ellos les parecía de poco interés, pero que a mí me llamaba sobremanera la atención, porque quería obtener información para resolver el dilema sobre lo tratado; esa manera de ser, con el tiempo, me restó posibilidades para tener más amigos, ya que a la mayoría les gustaba platicar sobre sus gustos, sus juegos, sus aficiones. Lo mismo me pasaba con mis hermanos quienes trataban y siguen tratando apasionadamente temas sobre autos, la afición a la pesca, o algún deporte, en fin, me quedé con pocos amigos, y noté que existía en ellos una afinidad para entablar conversaciones más analíticas sobre lo sencillo.

Aún es fecha que ese rasgo de mi personalidad sigue haciendo acto de presencia en la forma de comunicarme con los demás, no quiero imaginar cuántos lectores, en ocasiones, se habrán preguntado: ¿De qué se trata esto? o ¿Qué quiso decir? Bueno, hasta mi esposa, cuando me auxilia en la corrección de mis artículos, en algunos de ellos me pregunta: ¿Qué tratas de decir? o ¿A quién está dirigido el mensaje? Y después de explicarle con detalle la idea se queda más satisfecha, pero así como hay personas que se les podría dificultar la comprensión de la narrativa, hay otras que pareciera que están en la misma frecuencia y hasta me envían un comentario sobre el particular, enriqueciendo el mensaje o haciéndome sentir mejor, al saber que sí es comprensible. Un día, una lectora me dijo: “Siempre me ha gustado su manera de escribir, pero he de confesar, que en ocasiones me quedaba la duda sobre lo que quería expresar, después, con el tiempo, comprendí que tal vez cuando esto sucedía, no era el hombre el que escribía, sino su espíritu.” Me puse a pensar en ello y recordé un escrito de hace muchos años en el que me describía a mí mismo de la siguiente manera: Hoy soy el niño viejo, mañana seré el viejo niño. Ayer me gustaba profundizar sobre lo sencillo de la vida, hoy sigo encontrando en ello una maravillosa forma de renovar el espíritu.

“Porque las aflicciones tan breves y tan ligeras de la vida presente nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria, y así no ponemos nosotros la mira en las cosas visibles, sino en las invisibles. Porque las que se ven, son transitorias: más las que no se ven, son eternas” (2 Corintios 4:17-18)

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