“¡Pero qué huercos tan macetones!” decía mi abuela materna, de nombre Isabel, cuando debido a nuestro exceso de energía y curiosidad cometíamos el error de volver a exponernos a factores de riesgo, como treparse a un árbol, subirse al techo, acudir a las albercas, ríos o presas, para nadar o pescar; o cuando utilizábamos instrumentos punzocortantes sin tener ninguna precaución, o cuando jugábamos con las resorteras a las guerritas, pero también, cuando nos reuníamos a jugar con algún amigo con padecimientos transmisibles. En aquella bella época, poco nos preocupábamos por sufrir un accidente, una intoxicación, una quemadura, una herida, o padecer seriamente, por alguna enfermedad como la tuberculosis, el sarampión, la poliomielitis, la influenza, la fiebre tifoidea; pero también como ahora, ocurrían y se contaba con menos herramientas para tratar las consecuencias de nuestra falta de educación para la salud y la puesta en práctica de medidas preventivas. Algunos conocidos murieron, otros quedaron discapacitados, y muchos de nosotros, después de enfrentar los eventos patológicos debido a nuestra necedad e ignorancia, al fin aprendimos la lección. Hoy que enfrentamos una amenaza mayor que valida su grado de contagiosidad en hechos irrefutables, es imperativo seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias, para evitar ser contagiado; pero inexplicablemente, muchas personas las omiten, teniendo resultados muy lamentables del control de la pandemia y las consecuente morbimortalidad que padecemos.
Mi abuela Isabel murió a los 92 años de edad, podría decirse que de muerte natural, dueña de una cultura que privilegiaba la prevención, la buena alimentación, el mantener un peso ideal, dormir lo suficiente, para mantener su sistema inmunológico en condiciones de enfrentar las amenazas de su tiempo, si viviera, ya parece que la estoy escuchando decir: ¡Ah, pero que macetones son, la vida no retoña, cuídense huercos y cuiden a sus viejos!
enfoque_sbc@hotmail.com