Un día le pregunté a mi madre, si mi padre había sido cariñoso conmigo en mi niñez, ella me contó, que él solía alzarme en brazos y moverme como gelatina, lo que motivaba mi risa, también me dijo, que le agradaba tomar mi nariz entre el pulgar y el índice de su mano derecha con la finalidad de tratar de afinarla para que ésta fuera anatómicamente más estética; sin duda, no lo recuerdo, debido a mi edad en ese tiempo, mas, lo que no se me olvida, es que a pesar de cualquier omisión cariñosa de mi padre hacia mi persona, yo lo admiraba profundamente, y procuraba estar a su lado el mayor tiempo posible. Con el paso de los años, debido a su trabajo, la política y su hobby de la bohemia, las oportunidades para estar juntos se fueron alejando, de tal manera, que en el tiempo en el que experimenté más dudas existenciales, no conté con su consejo oportuno, y sin tener plena conciencia de la posibilidad de buscar un padre sustituto o tutor, resultó que mis mejores amigos de la época eran mayores de edad y compartían conmigo sus experiencias y las soluciones a los problemas. Reconozco que jamás me dieron un mal consejo, por el contrario, siempre trataban de protegerme y se esforzaban en hacerme sentir bien, pero, la buena amistad, aunque es eterna, también está expuesta al distanciamiento, debido a cambios involuntarios que ocurren en la vida, de ahí que por necesidad me volví muy analítico, y como dijera mi abuela Isabel “desmenuzas los problemas hasta encontrar su mejor solución”, pero a pesar de que la madurez llegó pronto a mi vida, con nada podía llenar el vacío que estaba dejando mi padre, con motivo de sus ausencias; mas nunca perdí la esperanza de que llegara el día en que me dijera una palabra que consideraba clave, para dejar de sentirme huérfano, y ésta llegó en un momento en el cuál, ya de adulto, casado y con hijos, me enfrentaba a un gran dilema donde se conjugaba lo económico, lo laboral, lo académico y por supuesto lo familiar. Ese día busqué a mi padre desesperadamente, y para mi fortuna, lo encontré trabajando solo en su laboratorio de Análisis Clínicos, me pregunté si tendría tiempo suficiente para escucharme, no exasperase y no estallar en enojo, por lo que él siempre consideraba la mayor causa de mis problemas: mi obsesiva conducta de tratar de hacer siempre bien las cosas. Al llegar, lo saludé dándole un beso en la mejilla, él estaba absorto observando a través de los lentes oculares del microscopio, en ningún momento volteaba a verme; le dije que necesitaba de su consejo y le planteé el problema, cuando terminé de hacerlo, retiró el aparato, se paró de la silla hasta colocarse frente a mí, me miró a los ojos, y en ese momento pensé que evidenciaría su enojo en mi contra, pero en esta ocasión lo manifestó hacia las personas que estaban presionándome en los sentidos antes descritos, y entonces escuché lo que siempre había anhelado oírle decir: “Cuenta con todo mi apoyo, haz lo que tienes que hacer, pare en lo que paren las cosas”; como por arte de magia desapareció aquella sensación de orfandad, me sentí aliviado, y aunque no necesité del contundente apoyo de mi padre para resolver mis problemas, sus palabras me devolvieron el valor y la confianza en mi persona, resolviéndose todo de la forma en que yo siempre había deseado.
Como adultos, fácilmente cuestionamos lo que consideramos defectos de la personalidad de nuestros hijos, sin imaginar que el motivo de estos, fue nuestra incompetencia como guías en los momentos más importantes de su desarrollo integral.
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