Mi esposa María Elena y yo, solíamos invitar los jueves a nuestras respectivas madres a cenar, y una vez que terminábamos de hacerlo, tratando de retenerlas un poco más en nuestro hogar, evocábamos algunas de las muchas anécdotas familiares y sacábamos los viejos álbumes de fotos donde aparecían ellas en un buen número de las mismas, entonces llegaban los recuerdos y en el ambiente se percibían múltiples emociones, de pronto reían, otras veces, se ponían nostálgicas, las menos, dejaban escapar discretamente una lágrima, pero al final todos disfrutábamos al recordar  aquellos inolvidables momentos de felicidad que compartimos en familia. A nosotros nos resultaba muy grato cuando ellas exclamaban algún halago que realzaba alguna característica física de los que aparecíamos en las fotos, sin duda, a todos nos hacían sentir muy bien la referencia, porque reafirmábamos el significado del amor de madre.

Al pasar una semana y llegar el jueves de cena con nuestras madres, de nuevo sacamos el material fotográfico, y nos extrañaba que, a ellas, les pareciera que estuvieran viendo los álbumes por primera vez; pensamos que tal vez se debía a que empezaban a olvidárseles algunas cosas, aunque al momento de ver aquellas escenas congeladas en el tiempo, mencionaban datos con mucha precisión. En esa ocasión, fijaron más su atención en sitios donde convivieron con familiares que ya fallecieron; mi madre atendió fotos donde aparecía la casa materna en San Francisco, Santiago, Nuevo León, observando a detalle escenarios como el jardín de la abuela Isabel, la puerta de entrada y salida a la vivienda, y algunos otros sitios por donde la abuela solía deambular al hacer su rutina diaria; mi  madre emocionada compartió algunos de sus recuerdos, y minutos después, pasó a ver las fotos de otro álbum, en el que aparecía mi abuela Isabel en mi casa, ya que cada vez que ella visitaba Ciudad Victoria, yo la invitaba a ver mi pequeño jardín, y curiosamente, siempre estábamos en primavera y por ello, las flores lo hacían ver más vistoso, pero, sintiendo, que faltaba algo bello entre todas las flores, le pedía a mi abuelita que se acomodara entre ellas para tomarle una foto, y siempre consentía posar para mi cámara.

Al término de la velada, después de despedir a nuestras madres, me quedaba un momento en el porche, observando el hermoso firmamento, cerraba mis ojos, y respiraba profundamente, llenando mis pulmones del perfume que emanaba de los azahares del naranjo que sembré en la pequeña jardinera de la banqueta,  y entonces, llegaba a mi ser la magia del viaje por el tiempo y me veía entre los surcos de la huerta naranjera de mi amado abuelo Virgilio Caballero Marroquín, contemplando los magníficos árboles llenos de azahares y aspirando ese aroma que jamás podré olvidar. Mi amor por esa tierra y los naranjos sembrados en ella, me inspiró una poesía que hoy comparto con ustedes:

 

LOS NARANJOS

El día soleado, maravilloso, el cielo claro como tus ojos,

 el viento tibio como tus manos, cerré los ojos, te imaginé.

Mis pies descalzos pisando tierra, de pie, mirando el surco,

las líneas verdes de los naranjos, sus ricos frutos están colgando.

Y yo de pronto me arrodillé, hundí mis manos como sembrando,

bendita tierra donde nací, bendito todo lo que viví.

Sentí primero su calidez, obsequio grato del astro rey;

ya más profundo el suave lecho, el alimento que fortalece su robustez.

Por la mañana un grato aroma, tan fino y dulce como la miel,

son tus azahares como las nubes, donde soñaba en mi niñez.

 

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