Un buen día caminaba por un área verde junto a mi mejor amigo, como yo iba muy callado, no dudó en preguntarme qué pasaba; lo escuché claramente, más, seguí caminando sin contestar; como mi amigo me conocía bien, guardó también silencio, y al llegar a un lugar sombreado nos sentamos en una banca de concreto, así, como otras tantas veces lo habíamos hecho; él esperó pacientemente a que yo empezara a hablar, entonces le pregunté: ¿Me conoces bien? Y él contestó: Lo suficiente como para saber que estás preocupado por algo. Pienso, le dije, en el día en que ya no tengamos oportunidad de sentarnos, como hoy, a platicar de lo que es verdaderamente importante en la vida. ¿Te refieres a lo que no es trivial? Preguntó. Sí, efectivamente, sabes a lo que me refiero, le contesté.
Lo anterior era el diálogo con el que mi mejor amigo y yo, comenzábamos nuestras charlas importantes; dicho de otra manera, sabíamos, lo que significaba aprovechar el tiempo de calidad, ya que en las pláticas cotidianas, muchas veces, bastaba un sí o un no, un tal vez, o un está bien, para comprender que las cosas tendrían una solución a corto, mediano o largo plazo; pero, había temas de tal transcendencia, que no se podían tocar con tanta superficialidad, que requerían de un profundo análisis y que exigían respuestas congruentes, certeras o al menos, que denotaran la posibilidad de respuestas prometedoras para contrarrestar el efecto nocivo de la ansiedad, que amenazaba con convertirse en un verdadero trastorno nocivo del estado de ánimo.
Sin duda, en todos los tiempos, ha resultado indiscutiblemente terapéutico, tener un amigo fiel y confiable, con quien poder desahogar situaciones existenciales de alto grado de complejidad.
El hecho de preguntarle a mi mejor amigo si me conocía bien, llevaba implícita la súplica de atender mi congoja con la seriedad requerida, pues de antemano sabía, que de no evidenciar síntomas de relajación física y mental, el problema seguiría afectándome, y con ello, le afectaría también el ánimo a él. Otras tantas veces, yo ejercía el efecto terapéutico de escuchar y aconsejar en mi mejor amigo, ambos sabíamos que siempre contaríamos con el aliciente de la amistad para paliar nuestras penas y mitigar el sufrimiento.
Un día me vi caminando solo por el área verde, mi mejor amigo se había marchado materialmente de este planeta, pero yo seguía teniendo la viva sensación de que su espíritu seguía sentándose junto a mí, bajo la sombra del árbol de la amistad, en aquella banca de concreto que guardaba celosamente todas las preocupaciones de los que deseamos encontrar la mejor forma de experimentar nuestras experiencias en este nivel del universo.
“El precepto mío es, que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros. Que nadie tiene un amor más grande que el que da su vida por los amigos” (Jn 15:12-13)
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