“Al que madruga Dios le ayuda” Esa era una frase que escuchaba ayer, en tiempos de mi infancia; cuando el abuelo Virgilio nos invitaba a acostarnos temprano, porque al día siguiente, aun siendo de madrugada, tendríamos que levantarnos  y alistarnos para abordar el camión Torton con el resto de los piscadores que habían sido contratados con anticipación, para acudir a las huertas, en ocasiones de naranja, de pera o de durazno según la temporada.

 

Las madrugadas solían ser frías, así es que, procurábamos salir un poco abrigados, siempre bajo la supervisión de la abuela Chabela, quien se levantaba antes que nadie, para ir preparando el café y el lonche, que habríamos de llevar a la jornada. Mi primo Gilberto y yo, procurábamos atender todas las disposiciones del abuelo, porque, al menor desacuerdo con él, este cancelaba nuestra asistencia a  esa gran aventura, donde se mezclaba el trabajo y las tradiciones.

 

A voz del abuelo subíamos todos los piscadores a la caja de camión, no había distingos para nadie; la cabina era únicamente para el patrón y su chofer, y en algunas ocasiones, nos acompañaba Chabelita, que no disimulaba el agrado por ira al lado de su señor y colaborar también en la faena. Por cierto, me gustaba asomarme entre las redilas, para observar tras la ventana posterior de la  cabina, la maravillosa e inolvidable escena de aquella gran pareja de luchadores de campo,  y por más que  agudizaba el oído, tratando de escuchar sus diálogos, siempre me fue imposible, porque el sonido del motor del transporte era tan fuerte.

 

Al poco rato, un tanto atolondrados, pero con harto ánimo, nos trepábamos a lo más alto del frente de la caja, para retar al viento, y reíamos a carcajadas al vernos un tanto desencajados y era así como los minutos y en ocasiones las horas no contaban para el par de polizones.

 

Algunas veces, llegábamos al huerto cuando aún no salía el sol, y como por arte de magia, aparecía de pronto una vigorosa fogata, cuyos destellos iluminaban nuestras caras; esperábamos con entusiasmo el hecho de que cuando se amansara un poco la llama, los compañeros piscadores, asentaban  entre las piedras la tiznada hojalata, que haría las veces de comal para calentar el lonche, pues, habría siempre que iniciar la faena con el estómago lleno y despiertos por el café, al tiempo, cuando los primeros rayos del sol, rozaran las copas de los naranjos