Mi abuela materna de nombre Isabel Saldivar Salazar, poseía una sabiduría muy especial, sabía cómo comunicarse con sus semejantes y con las plantas, con un lenguaje muy singular, a las personas les hablaba sin tapujos y nunca vi a nadie que se molestara por su franqueza, en cambio, su comunicación con las plantas era sutil, delicado y armonioso; ella tenía un jardín hermoso y de niño muchas veces la encontré hablándole con amor a sus plantas, un día me acerqué a ella y le pregunté por qué lo hacía, y me dijo que las plantas eran muy sensibles, quizá más que los seres humanos, y que necesitaban saber que uno las amaba para que dieran flores en abundancia; confieso, que desde ese momento, no sólo le hablé a las plantas, también les hablé a los insectos, a las aves y a los peces. Al principio esperaba que estos seres vivos me contestaran en mi idioma, pero permanecían callados, entonces regresé al lado de mi abuela, y cuando muy temprano regaba el jardín de su casa y volví a escucharle hablar a las plantas, le pregunté: ¿Abuela, qué te dicen las plantas? Ella sonriendo volteó a verme, y me contestó: Las plantas no utilizan el mismo lenguaje que nosotros, ellas se comunican de otra forma, pero para entenderlas tienes que amarlas mucho, de otra manera, nunca obtendrás de ellas la comunicación que esperas.
¿Y cómo se puede hacerle sentir a las plantas que las amas? le dije. Ámalas como me amas a mí, como amas a tus padres, a tus hermanos, a tus amigos, pero si quieres saber más sobre eso, desde mañana te pondrás a regar las plantas conmigo, observa todo lo que haga. Al día siguiente, me levanté muy temprano, y fui por las regaderas, las llené de agua y las coloqué en el primer escalón del portal, porque mi abuela tenía plantas colgadas en una especie de preparación con una estructura de tablas forrada con malla de alambre; siempre pensé que esas eran sus consentidas, porque por las tardes se sentaba en el escalón a tomar una taza de café, seguramente a admirar sus amadas plantas; después del portal, seguía el patio donde tenía también muchas macetas con plantas, entre ellas begonias, geranios, jazmines, teresitas, rosales, galanes, listones, lirios, azucenas; también tenía sembrado algunas plantas como menta, yerbabuena, poleo, manzanilla, albahaca. Pues bien, hicimos juntos el recorrido aquella mañana, se detenía en cada planta, les quitaba las hojas secas, removía la tierra, las acariciaba y les decía que las quería, después las regaba generosamente; así lo hicimos durante una semana, y después me dijo: ¿Tienes alguna duda de cómo amar a las plantas? Y le contesté: No abuela ya sé cómo amarlas y regarlas. Entonces desde mañana, esta será tu primera tarea del día; por las tardes supervisaré tu trabajo y me daré cuenta si estás amando bien a las plantas. Confieso que la magnitud de la tarea me puso nervioso; pero acepté la responsabilidad y lo hice tal y como ella me dijo, como al quinto día, dos de sus amadas plantas no tenían muy buen semblante, entonces me dijo: ¿Qué pasó con estas plantas? ¿Por qué se están marchitando?
Muy apenado le contesté: Mira abuelita, yo hice todo lo que me enseñaste, pero estas dos plantas yo creo que no me aman a mí. Mi abuela soltó una carcajada y dijo: ¿Por qué lo dices? Primero les hablé muy bonito, después les quité las hojas viejitas, pero esos hijitos que tienen, no se dejaron acariciar muy bien y se enojaron. Mi abuela se agachó para ver los brotes y cuál fue su sorpresa que me pidió le enseñara el dorso de mis manos, y pudo comprobar que tenía una erupción y me dijo: ¡Pero muchacho sonso! ¿No te das cuenta que es ortiguilla? ¿Y eso qué es abuela? Pues una planta que pica. Mira abuela, yo no sabía que también había plantas buenas y plantas malas, como la gente y yo les di el mismo trato a todas, además, tú no me dijiste nada de eso. Bueno, ahora ya aprendiste algo nuevo, aunque las plantas te parezcan muy bonitas y sus flores hermosas, cuídate de las espinas y las plantas venenosas.
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