Un buen día, mi nieto Emiliano me preguntó: Abuelo, ¿alguna vez has llorado? ¿Por qué lo preguntas? le respondí. Porque no entiendo cuál es el objeto de derramar lágrimas, pues me ha ocurrido esto sobre todo cuando me siento frustrado, cuando alguien me lastima sin merecerlo, cuando estoy muy enojado; te confieso, que no quisiera llorar más, porque llorar no remedia nada.

Escuchar aquella confesión me hizo recordar las muchas veces que he llorado por diferentes motivos, algunos de ellos de aparente coincidencia con los de Emiliano, pero, me preguntaba ¿Acaso se necesita un motivo para llorar? Además, no siempre se llora porque exista un dolor evidente, pero habría que reconocer que en el caso de padecer frustración, el coraje y la impotencia, generan dolor por aquello que consideramos injusto o inmerecido.

Emiliano me sacó de mi cavilación insistiendo en su pregunta, entonces le contesté: Llorar es bueno, porque de esa manera puedes liberarte de aquello que más que oprimirte el pecho, está presionando a tu espíritu para que reniegue de su origen; entonces, se llora para soltar lo que amenaza con inundar tu interior, con romper la armonía y la paz obsequiada por Dios; en cada lágrima liberas la negatividad que ensombrece tu buen juicio.

Sí, yo he llorado muchas veces,  algunas  he creído que lo hago sin saber el porqué, aunque el motivo resulta ser tan evidente; pero, nunca me he arrepentido de llorar, porque sé que la verdad del llanto radica en un sentimiento de dolor tan antiguo, originado en una época tan remota, que marcó a la humanidad para toda la eternidad y la dotó con una señal divina llena de esperanza que dio paso a una nueva vida; por eso,  Emiliano, deja que tus lágrimas te liberen de todo aquello que pudiera hacerte renegar de ser  hijo de Dios.

“Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros. Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, danos la paz, danos la…”

 

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