Un buen dÃa, siendo niño, me asomaba por la ventana de la recámara de mis abuelos maternos Virgilio e Isabel, eran las 3 de la tarde y el sol iluminaba esplendorosamente de luz el paisaje, el encino que estaba frente a la casa lucÃa majestuoso con sus brillantes y sedosas hojas reflejando los rayos del astro rey, cuando de pronto, una ráfaga de viento llegó inesperadamente y con él arrastró una formación de densas nubes blancas que se fueron tornando de color gris, reflejando una sombra sobre la sierra que enmarca la grandiosidad del caserÃo de la comunidad de San Francisco; en ese momento me estremecÃ, y más, cuando se desencadenó una serie de estruendos que anunciaban la inminente presencia de la lluvia; mi abuela, que regresaba de la tienda, me vio que estaba encaramado en la ventana, se acercó a mà y me pidió que la cerrara, para evitar que se mojaran las cortinas con la lluvia, pero, yo permanecà inmóvil, como adormilado, escuchando el sonido que producÃa la lluvia al golpear sobre el techo de lámina de aquella fenomenal casona, y observando cómo aquel abundante torrencial formaba una pequeño arroyuelo, que al confluir con la avenida que bajaba de la sierra, al topar en la esquina de la tienda se arremolinaba y por momentos le quitaba fuerza, para después seguir su loca carrera rumbo al callejón que conducÃa a la escuela.
No puedo explicar el mágico influjo que ejercÃa en mà aquella mÃstica escena, llena de colores contrastantes, de sonidos atemorizantes y sedantes, llenos de misterio y de nostalgia, que me transportaban a otra época, a un lugar distante, en el mismo planeta, pero con otra gente que igualmente paralizados contemplaban una escena que irÃa a cambiar para siempre la forma de ser, de pensar y de creer.
Mi abuela me llamó entonces, ahora en un tono más autoritario, me invitaba ir a la cocina para disfrutar de su aromático café con una o dos piezas de pan de canasto, porque habÃa llegado la hora de la merienda.
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