Continúo transcribiendo lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre la celebración de la santa Misa: “La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo dan a Cristo y por él al Padre”. (Número 1325).
En cuanto al texto del Evangelio que se proclama este domingo, Lc. 20:27-38, en el capítulo 20 del Evangelio escrito por San Lucas presenta unas historias remarcables de controversia entre Jesús y las autoridades religiosas de Israel. Es por eso que en el texto de este domingo los saduceos, descritos como los “que niegan la resurrección”, formulan a Jesús una pregunta-trampa, con la esperanza de desacreditarlo delante de la gente. Los saduceos eran aristócratas de la ciudad de Jerusalén, decían que provenían de Sadoc, un sacerdote del tiempo de David.
Su pregunta no tiene como objetivo adquirir conocimiento, dado que preguntan por algo que está explícitamente negado; es formulado como un enigma complejo, que sitúa a Jesús en un escenario absurdo (la muerte seguida de siete hermanos), cuyo objetivo seguramente era confundirlo y dejarlo sin saber qué decir. Pero Jesús -como en el caso de los sumos sacerdotes y los escribas que cuestionaban a Jesús sobre el origen de su autoridad (cfr. Lc. 20:1-2) o como el de los espías enviados por los sumos sacerdotes y los escribas para atraparlo con la pregunta del tributo al César (Cfr. 20, 20-22)- descubre su inseguridad y quedan burlados.
Jesús es un maestro de la respuesta muy inteligente, que desmonta los argumentos de las autoridades que sólo pretendían hacerlo quedar mal. Jesús muestra que los saduceos son gente de “esta vida”, tan preocupados de los detalles del sistema legal del matrimonio levirático -el hermano del difunto ha de casarse con la cuñada viuda para darle descendencia- que son incapaces de contemplar una realidad completamente nueva: el milagro de la resurrección, que pertenece a “la vida futura”, donde no hay muerte y donde los hijos de la resurrección son hijos de Dios. La prueba de la resurrección es el mismo Dios viviente, que es el único que trasciende a la muerte.
Se puede orar con palabras del Salmo 16: “Al despertar, Señor, contemplaré tu rostro. Protégeme, Señor, como a la niña de tus ojos, bajo la sombra de tus alas escóndeme, pues yo, por serte fiel, contemplaré tu rostro y al despertarme espero saciarme de tu vista”.
Que el amor y la paz del buen Padre Dios permanezca siempre con ustedes.