La política de taberna parece ser hoy el estilo electoral asumido por el Partido Acción Nacional, cabeza de la coalición “Por México al Frente” en la búsqueda de la Presidencia de la República.
Le diré el porqué de esta percepción personal, con la ayuda de una mirada al pasado en el sexenio del entonces mandatario, Felipe Calderón Hinojosa.
Usted quizás recuerde un par de escenarios, sobre todo lo sucedido en Tamaulipas, el cual gracias al odio que el ceñudo chaparrito profesaba a sus rivales partidistas, compartió penas con Michoacán, tierra natal de Felipe.
Ambas entidades fueron ferozmente sacudidas por Calderón en su intento por arrebatarle al PRD el mando político en tierras tarascas y al PRI el control de nuestra patria chica. Las dos también, víctimas de un objetivo común del Presidente: imponer al PAN como gobierno en los procesos electorales cercanos a esa acometida en los dos estados.
En esa parte del Bajío, Calderón pasó como Atila. Prácticamente no dejó alcalde con cabeza para acuñar el tristemente célebre adjetivo de “El Michoacanazo”, que al final sólo exhibió la enfermiza obsesión del entonces titular del Ejecutivo Federal por vencer por la vía de la persecución, ante el predestinado fracaso de ganar en las urnas.
Y en Tamaulipas, aún quedan rescoldos del rencor calderonista.
La clase política priísta del Estado vivió durante meses en estado de shock. Poco antes de las elecciones presidenciales del 2012 se desató una cacería maquillada de figuras políticas y empresarios destacados. Se filtraron listas de presuntos indiciados, se manejaron falsos reportes de alertas en aeropuertos sobre una larga lista de personajes y se corrió la voz de que las órdenes de aprehensión hacían fila en la PGR. Todo, para desacreditar al PRI, lo cual se logró, porque Tamaulipas fue una de las entidades donde perdió Enrique Peña Nieto.
Por separado y en sus respectivos momentos, los perredistas en Michoacán y los priístas en Tamaulipas se cansaron de denunciar la artimaña. Nadie les hizo caso.
Hoy, los panistas se rasgan las vestiduras y –quienes las tienen– se mesan las cabelleras por una presunta manipulación de la Procuraduría General de la República en el terreno electoral, en contra, dicen, de Ricardo Anaya.
Diablos, se quejan de lo que precisamente uno de sus alter ego sexenal convirtió en su arma favorita, con la diferencia de que en Michoacán y Tamaulipas los cargos fueron inventados, mientras en el caso de Anaya existen pruebas fehacientes, testimonios formales y evidencias a pasto en su contra.
Y todo esto es lo que precisamente me lleva a equiparar el presente con el pasado referido y manifestar que impera la política de la taberna.
¿Por qué llamarla de esa manera?
A todos nos queda claro que en tales sitios operan dos figuras principales: el tabernero y el borracho. Al primero le toca explotar al segundo, alabarlo para hacerlo beber hasta la agonía, exprimirle el dinero y después botarlo en la calle; mientras el borracho se dedica a lamentar su suerte, a hacerse víctima de un complot familiar, laboral y hasta mundial, con el riesgo de pagar las consecuencias de su embriaguez.
Ayer el PAN, cuando fue gobierno con Calderón, jugó el papel de tabernero. Hizo lo que quiso con el borracho, lo manipuló, lo acusó, lo hizo pasar por una amenaza y lo exhibió. Lo hizo con total impunidad, como se demuestra con la alegre y acomodada libertad que disfruta Felipe Calderón.
Ahora les toca ser borrachos a Acción Nacional y a su coalición. Como tal, Anaya acusa a todos de sus pesares, culpa a todos de sus fracasos y dice ser la paloma más blanca en el cielo azul. Olvidó que lo que le pasa no se lo inventó nadie como lo hizo Calderón con perredistas y priístas. Lo hizo él junto a un grupo de amigos y al parecer socios. El tabernero esta vez no es su victimario.
Así las cosas, es obvio que a don Ricardo el papel de borracho no le parece atractivo. Quizás sea así porque no goza en estos momentos de los placenteros efectos de la embriaguez. Y parece tener razón.
Porque lo que le toca vivir hoy, es la cruda..
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