Hice una pausa en mi vida, aunque he de reconocer que no fue voluntaria, pero valió la pena, porque pude observarla a mi antojo, también toqué su cara y sus manos y sentí la tibieza de su cuerpo que otras veces había dejado escapar por llevar tanta prisa, y me pregunté en ese momento ¿Cuántas cosas he dejado de hacer que antes me gustaban? Y todo por pensar que el tiempo no existía, que seriamos jóvenes toda la vida, porque tenía la sensación que también la vida se detenía para esperarme; de hecho, llegué a pensar que tenía el poder para para detener el tiempo, pero eso sólo ocurría cuando el mismo tiempo me concedía lo que yo le estaba pidiendo; en ese momento crucial, todo marchaba tan lento, y con ello podía saber, así como hoy lo sé, que tenía algo muy valioso conmigo y que debía de aprovechar cada segundo, cada minuto, mismos que no estimaba por andar siempre de prisa. He de reconocer, que tal vez por el mucho correr, le impedía a mi cuerpo envejecer, pero también que por tanta exigencia, le impedía reconocerse a sí mismo, como una entidad finita con una fecha de caducidad real, marcada desde mi nacimiento, pero que permaneció oculta de manera voluntaria para no tener que preocuparme por su llegada, porque al fin, yo no me dejaba alcanzar por el tiempo.
Más, quiero advertirles a todos aquellos que siguen con prisas, y no se han percatado de lo que significa esta pausa fortuita, que no se dejen sorprender por la verdad que en ella habita, tal vez les haga creer que no hay piso que pisar, que no hay más aire qué respirar, que no hay salida por dónde escapar, pero la realidad, es que todo sigue igual, sólo que ahora, si hemos perdido la fe, los que dieron origen a esta estrategia maldita, habrán sembrado ya en nuestro ser, la semilla, que de germinar, habrá de arrebatarnos el alma bendita que Dios nos ha dado, para poder ascender al lugar más ansiado: la eternidad prometida.
Por eso, no te dejes vencer por los pensamientos pesimistas, el escenario plantado es para perder toda esperanza y la fe; yo te digo que resistas, porque no hay, ni habrá nada en esta vida, que pueda derrotar el amor de nuestro amado Jesucristo. Alimentemos, pues, nuestro espíritu, con nuestra oración preferida, la que el Padre nos regaló en su primera venida, ella nos mantendrá a salvo de cualquier mal que nos siga: “Padre nuestro, que estás en los cielos: santificado sea tu nombre; venga el tu Reino; hágase tu voluntad como en el cielo, así también en la tierra. El pan nuestro de cada día dánosle hoy; y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en la tentación; mas líbranos del mal. Amén.”(Mt 6:9-13)
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