En la celebración de la santa Misa La Palabra de Dios escrita en la Biblia orienta y alimenta la vida del creyente.
En las lecturas de este domingo se encuentra que el pueblo de Israel, pueblo de Dios, experimentó durante toda su historia la violenta oposición de los pueblos que lo rodeaban. La persecución golpea a los justos precisamente porque son justos; alcanza en forma especial a los profetas, a causa de su relación con Dios y de su fidelidad a su Palabra. El profeta Jeremías ocupa un lugar especial entre los profetas perseguidos: él expresó mejor que nadie (primera lectura 20, 10 – 13) el vínculo estrecho que existe entre la persecución y la misión profética.
En la enseñanza de Jesús la persecución es motivo de bienaventuranza: “Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan… (Mt 5, 11). La persecución es inevitable: “El siervo no es superior a su Señor. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán” (Jn 15, 20). Comprometerse a vivir siguiendo el camino de Dios significa encontrar en el propio camino dificultades siempre nuevas y siempre mayores.
En un mundo dominado por el egoísmo y por la búsqueda del propio interés, alguien que predica el amor, la pobreza y el perdón será inevitablemente perseguido, porque el pecado está arraigado profundamente en el corazón del ser humano. Pero quien es perseguido por ese motivo no ha de tener miedo; porque ha de poner su confianza en el Señor. Los perseguidores pueden matar sólo el cuerpo, pero no pueden matar el alma (texto del Evangelio de este domingo Mt 10, 28). El cristiano afronta la persecución aun con alegría: los apóstoles “se retiraron del sanedrín, felices de haber padecido aquellos ultrajes por el nombre de Jesús” (Hech 5, 41), y san Pablo sentía alegría “en medio de todas la tribulaciones (2 Cor 7, 4).
Los párrafos del texto evangélico de este domingo (Mt 10, 26 – 33) tienen su unidad precisamente en ese “no tengan miedo”, repetido tres veces; porque el miedo puede ser un gran estorbo para el anuncio del Evangelio y para una sincera profesión de la fe. El miedo expone al discípulo temeroso al peligro de ser “desconfesado” por Cristo ante el Padre celestial.
Cristo no promete, pues, a quien lo sigue una vida tranquila y pacífica; porque Satanás, que fue radicalmente vencido por la muerte y la resurrección de Jesús, no se dará jamás por vencido. Por eso Cristo nos ha dejado, en la Eucaristía, el pan que da la fuerza, que da la alegría y la paz en la persecución. En la Eucaristía se recuerda y se renueva la derrota del mal y la victoria de Dios en Cristo.
Que el amor y la paz del buen Padre Dios permanezca siempre con ustedes.
Antonio González Sánchez