La Geopolítica es la disciplina que interpreta a las relaciones entre los Estados y el funcionamiento de la economía mundial en función de la lucha por el espacio y el poder al margen del derecho (nacional, según corresponda, e internacional), que es el criterio clave que la distingue de las Relaciones Internacionales, que analiza lo mismo, pero desde la perspectiva del derecho.

No quiero decir con esto que para el análisis geopolítico no importe el derecho, lo único que ocurre es que lo interpreta en función de los factores de poder y decisión que están detrás de él como sistema normativo vertebrador del Estado en tanto que mecanismo de poder a partir del cual se define quién manda, cómo manda y para qué manda en una sociedad histórica determinada (lo que acaba de ocurrir recientemente con Iberdrola, por cierto, es un ejemplo claro de todo esto, en el sentido de que el CEO de esta poderosa empresa trasnacional vino a Palacio Nacional a decirnos a los mexicanos, enfrente del presidente de la república, que acatarán lo que el Estado mexicano determine según sus intereses).

Esta es la razón por la cual el enfoque dominante en la geopolítica es el del realismo dialéctico, mientras que el de las relaciones internacionales es el idealismo armonista y democrático. El “geopolítico” es el que ve cómo actúan los Estados según su poder económico y militar, y su lógica es la de las fuerzas armadas, la inteligencia y el espionaje (una serie geopolítica por excelencia, y además es mi favorita, es “Homeland”, cuyo guión y actuaciones son excepcionales); el “internacionalista”, en cambio, ve lo mismo, pero en función de la diplomacia, los consensos y el derecho internacional (ya sea en el terreno del medio ambiente, los derechos humanos o la perspectiva de género).

O para ponerlo con un ejemplo: el “geopolítico” quiere entender qué factores de fuerza real (militares y económicos) son los que están detrás de uno y otro bando en la guerra de Ucrania, para así poder proyectar los escenarios de desenlace en función del cálculo de fuerzas a partir de las fuentes de abastecimiento energético, armamentístico y logístico del conflicto; el “internacionalista”, en cambio, optaría por comenzar a analizar los tratados internacionales que acaso se violaron o se estén violando en estos momentos, y estaría ocupado en ver y condenar los atentados a los derechos humanos en la guerra o la discriminación en función de género, o en ver cómo lograr la paz en un sentido idealista y armónico, es decir, entendiendo a la paz como ausencia de violencia.  El geopolítico, en cambio, entiende la paz como un estado de equilibro tenso determinado por quien vence en una cierta guerra, de ahí que se hable de Pax romana, Pax americana, Pax soviética o Pax británica.

Pues bien, en esta y mi próxima entrega quiero hacer una reflexión geopolítica sobre uno de los proyectos más interesantes e importantes de la actual administración del presidente López Obrador: el Plan Sonora.

Hay quienes quieren ver este proyecto desde la perspectiva de los beneficios ambientales (o la llamada, para mi gusto exagerada, “justicia climática”) derivados de la transición energética que estaría poniéndose en marcha para aumentar la capacidad de generación de energías renovables en el país. Todo bien con ello. Ventajas y beneficios ambientales indiscutibles y más que bienvenidos. Pero la clave no está ahí, o por lo menos no lo está si se analiza desde la perspectiva geopolítica.

Pero primero expliquemos mínimamente de lo que estamos hablando. El Plan Sonora de Energías Sostenibles, anunciado aproximadamente a mediados de 2022 por el presidente López Obrador, es una ambiciosa matriz de desarrollo regional centrado en el estado de Sonora y organizada alrededor del potencial estratégico de las reservas de litio con que cuenta el país, a efectos de reorientar la producción y el consumo energético en función de los objetivos de electromovilidad y descarbonización de la actividad industrial nacional.

Para su configuración, el Plan constaría de los siguientes elementos: 1) el desarrollo de cinco centrales fotovoltaicas como la diseñada por la CFE en Puerto Peñasco y que resulta ser la más grande en América Latina y la octava más grande del mundo; 2) la explotación y desarrollo nacional de la cadena productiva del litio, para lo cual se constituyó la empresa nacional “Litio para México”; 3) la licuefacción de gas para su exportación; 4) la modernización del Puerto Guaymas, con Ciudad Obregón y Hermosillo como polos estratégicos de soporte del “hub” de transporte vía marítima; y 5) el impulso de la construcción de plantas automotrices para vehículos eléctricos en Sonora, considerando la posibilidad de hacer de este estado un líder mundial en la producción de componentes electrónicos y semiconductores gracias a sus reservas de litio y grafito.

En mi próximo artículo, analizaré las implicaciones geopolíticas de este ambicioso plan, por el que habrán de invertirse alrededor de 48 mil millones de dólares en nuestro país y que, según lo anunció el Canciller Marcelo Ebrard en la reunión anual con el cuerpo diplomático de enero pasado, será el punto de referencia sobre el modelo de desarrollo de México en los próximos años.

 La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión