En algún momento de nuestra vida, todos hemos enfrentado situaciones difíciles que nos afectan emocionalmente y que dejan huella en nuestra conciencia, sobre todo si conservamos integridad moral.
Seguramente hay personas que por carecer de conciencia moral, no les afecta en lo más mínimo el haber experimentado situaciones que dañan a terceros, pero quiero pensar que son los menos.
El peso de la injusticia, haya sido involuntaria o no, en una persona con buenos sentimientos, equivale a estar cautivo de una condena perpetua, en caso de no lograr poner la conciencia en paz.
Quien reconociéndose como justo, y guarde un resentimiento por haber sido objeto de una injusticia, y además, no ha podido conciliar la conformidad de su alma, seguirá sufriendo la ofensa como si fuera de primera intensión cada vez que a su conciencia llegue el recuerdo del agravio.
Quien sabiéndose víctima de un atropello y habiendo ejercido libremente sus derechos en su defensa, no lograra convencer con sus argumentos al que reconoce como juez en un conflicto, por encontrar parcialidad en éste, debería quedar conforme, mas por buscar el reconocimiento a su verdad en un tercero, que le niega, por conflicto de interés, el fallo a su favor, quedará siempre resentido de la justicia.
Por eso, nuestro mejor juez es nuestra propia conciencia, si logramos perdonar de corazón la ofensa, seguramente recuperaremos para siempre nuestra paz y viviremos en la tranquilidad de ser justos con nosotros mismos al no condenarnos por la justicia que no pudimos lograr.
Seguramente, podemos tener suficientes motivos para odiar y muchos deseos de desquitarnos con el que nos hizo mal, pero en ello, sólo logramos la infelicidad propia y la de los que en verdad nos aman.
Jesús subió al monte y desde ahí nos explica las características de los justos en la nueva vida: “bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.
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La espina
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