México está a punto de presenciar una reforma electoral de gran calado que podría marcar un antes y un después en su historia democrática. En los próximos días, la presidenta Claudia Sheinbaum presentará ante el Congreso de la Unión una iniciativa que, dada la mayoría legislativa de Morena y sus aliados, muy probablemente será aprobada sin resistencia real. Pero no por ello debe ser aceptada con indiferencia. Por el contrario: estamos ante una reforma que pone en riesgo la pluralidad, la representación y la imparcialidad del sistema electoral.

Esta reforma no es una simple actualización técnica. Es una reconfiguración profunda del sistema político que amenaza con concentrar el poder en una sola fuerza y debilitar los contrapesos democráticos que con tanto esfuerzo se construyeron en las últimas décadas. Los principales focos de alerta son:

  • La eliminación de legisladores plurinominales, lo que desmantelaría el principio de representación proporcional. Con esta medida, Morena podría asegurarse una sobrerrepresentación en el Congreso, incluso con un porcentaje menor al 50% de los votos, dejando sin voz parlamentaria a millones de ciudadanos.
  • El debilitamiento o desaparición del INE, órgano autónomo que ha sido clave para garantizar elecciones libres y equitativas. La intención de recortar su presupuesto, sustituir su estructura o incluso someter a elección popular a sus consejeros, representa una amenaza directa a su independencia y a su capacidad técnica.
  • La anulación de contrapesos institucionales, ya que un Congreso dominado sin representación proporcional, sumado a un árbitro electoral controlado, elimina el equilibrio entre poderes y consolida una hegemonía partidista.
  • La opacidad en las listas y procesos internos, en lugar de corregirse, parece ser sustituida por soluciones autoritarias: eliminar los mecanismos de pluralidad en vez de sanearlos y hacerlos más democráticos desde dentro.

Es imposible no comparar este momento con el histórico precedente de 1977, cuando Jesús Reyes Heroles impulsó una reforma electoral desde la Secretaría de Gobernación. Aquella iniciativa no partió de la soberbia del poder, sino de una visión de Estado. A pesar de que el PRI tenía el control absoluto, entendió que abrir el sistema político era necesario para garantizar estabilidad y legitimidad. De esa reforma nacieron la representación proporcional, la legalización de partidos minoritarios y los cimientos de la transición democrática.

Hoy, en cambio, el escenario es inverso: una fuerza mayoritaria busca cerrar los espacios de pluralidad para asegurarse un dominio político prolongado. La lógica ya no es la del diálogo, sino la del rodillo legislativo. La narrativa es la de la austeridad o el combate a los “privilegios”, pero en el fondo lo que se impulsa es una reingeniería electoral desde la hegemonía, que podría borrar décadas de avance democrático.

No se trata de partidos, se trata del país, esta no es una batalla entre oficialismo y oposición. Es una alerta que debe ser asumida por todos los ciudadanos que valoran la democracia, sin importar su filiación política. Hoy es Morena quien concentra el poder; mañana podría ser otro. Lo que no debe cambiar es el principio de que las reglas del juego no pueden escribirse desde el poder absoluto ni sin consenso nacional.

México merece una reforma que fortalezca su democracia, no que la someta, que corrija excesos y opacidades, sí, pero sin sacrificar la representación, la autonomía y la diversidad ideológica que son el corazón de una república libre.

Lo que está en juego no es solo una ley. Es el alma democrática del país.