Qué difícil resulta abrirse camino entre la selva de obstáculos que impone un mundo que ha perdido la fe y la esperanza en el hombre mismo. Tantas generaciones de seres humanos luchando contra su naturaleza, y viviendo un primitivismo, que los ha vuelto desconfiados, incluso, hasta de su propia sombra, que los ha impregnado de egoísmo, de falso orgullo y de hipocresía, haciendo efectiva la afirmación de que el lobo del hombre es el hombre mismo.

Cuántos resentimientos por malos entendidos, cuántos, por no haber sabido cómo interpretar y resolver los conflictos internos, cuántas preguntas se quedaron sin contestar en una infancia, una adolescencia, una juventud de aparente normalidad, pero cargada de incongruencias, por la ausencia, la frialdad o por el exceso de calor emocional.

Llegar a la edad adulta con una carga emocional “incómoda” aceptada como normal, como parte de la personalidad, que no permite la menor crítica, y descalifica cualquier cuestión que haga sentir a la persona vulnerable o ponga en evidencia su inmadurez.

No se juzga lo que de arranque no tuvo un origen primario en el ser y se instaló probablemente en algún momento de su desarrollo psicológico durante la interacción familiar y con su entorno social, ocasionando una alteración en la personalidad; se busca sí, la forma de coadyuvar para que pueda acceder a un servicio especializado que pueda auxiliarlo en su patología, para que su desempeño psicosocial, incluyendo el área laboral, no condicione un ambiente que interfiera con la armonía que siempre se busca dentro de las relaciones humanas.

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