¿Y si me siento en la banca, estiro mis brazos, y descanso mi espalda sobre su respaldo? ¿y si contemplo la plaza, su fuente, y el jardín que ha cambiado a través del ocaso? ¿y si veo a la gente, las calles, las casas? ¿y si me imagino caminando con paso tranquilo, cómo si el tiempo fuera en reversa? Entonces, respiro profundo, inhalo y exhalo sin prisa, abro los ojos y lo encuentro a mi lado sentado, sonriendo, hablando, contando su historia, viviendo, añorando, compartiendo su tiempo y pensando en el cuándo; y yo, disfrutando, viviendo, soñando, despertando temprano, con frío, con sueño, cruzando el portal de descanso, llegando al lugar donde se desvanece la pesadez del nocturno descanso, abriendo la llave, mirando el vapor de mi aliento,  sintiendo el filo del frío del agua que quema la piel de mi cara y mis manos. Entonces, respiro profundo, inhalo y exhalo el aroma del estimulante café que emana de la olla de peltre, donde reposa el grano molido previamente ebullido.

Me siento en la mesa, tallo mis ojos, despierto y atento, saluda y saludo; propone y dispone, ayudo y susurro, me escucha y lo escucho, lo atiendo, me esfuerzo, me grita, me callo, me invita a esforzarme y redobla su fuerza para vencer a la bestia, que yace esperando su fin; murmura molesto y pide perdón y continúa el quehacer, demuestra experiencia, destreza y finura, se ubica, y cumple cabalmente con el quehacer. Lo miro y lo admiro, se transforma y responde al deber, cambia de giro, regresa el vaquero, el artista de recio carácter y alma de niño.

Agradezco su compañía y el viaje al pasado, mi cuerpo ha dejado su molde en la banca, mi sombra se ha pintado para siempre en el piso, me levanto y lo abrazo y antes irme le digo: Arturo, llevaré tu saludo a mi madre, no me despido, en el próximo viaje te espero, y me esperas en la misma banca de este pueblo donde parte de la magia eres tú.

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