Porque no nos engañemos: tanto los progresistas de Harvard como los conservadores del Opus operan dentro de una lógica que tiene un único altar sagrado: el mercado. Sus diferencias son de estilo, no de sustancia. La izquierda regula un poco más, la derecha desregula un poco antes. Pero ninguno toca el corazón del problema: la estructura de poder que permite a unos pocos vivir del trabajo de los muchos. Como diría Marx, ambos son gerentes del capital, disfrazados de redentores.
Y lo más irónico es que quienes se declaran enemigos acérrimos del sistema son muchas veces sus mejores administradores. El populismo de izquierda promete redención del pueblo y termina creando nuevas élites clientelares. El de derecha clama por orden y termina institucionalizando el saqueo con traje. Ambos compran votos, reparten contratos, manipulan medios y pactan con mafias. Ambos usan el lenguaje de la ética mientras se bañan en cinismo.
¿Quién roba más? ¿El socialista tropical con su discurso de justicia o el tecnócrata neoliberal con su plan de competitividad? No importa. El botín cambia de manos, pero el saqueo es constante. La corrupción no tiene ideología: tiene oportunidades.
La verdadera división no es entre izquierda o derecha. Es entre los que están dentro del festín del poder y los que lo ven desde afuera, pagando la cuenta. Como advirtió Maquiavelo, no hay virtud que sobreviva sin vigilancia. Y en esta democracia, nadie vigila a los que mandan porque todos están ocupados discutiendo memes de campaña.
En el fondo, el poder no se disputa para servir, sino para robar sin consecuencias. Y el sistema está diseñado para eso: para que roben los que saben hacerlo con elegancia, con carisma, con marketing. El votante, anestesiado por el espectáculo, cree elegir un proyecto. En realidad, elige quién lo va a traicionar con más estilo.
Así funciona esta democracia degradada: no elige al mejor, sino al más útil para el capital. No premia la virtud, sino la astucia. Y como nadie quiere ver la podredumbre del juego, se prefiere creer que “mi corrupto” es menos malo que el otro. Y así seguimos, como en un teatro donde cambian los actores, pero la obra sigue siendo la misma: la democracia del soborno.
¿Izquierda o derecha? Da lo mismo. La única constante es la traición.