Hay dos acontecimientos fundamentales que marcan la transición de una época a otra durante el último tramo del siglo XX y lo que va del XXI: la caída de la Unión Soviética (1989) y la caída de las Torres Gemelas de Nueva York (2001). Cuando tuvo lugar el primero de ellos, aparecieron dos libros en los que se intentó dar cuenta, desde la óptica de los Estados Unidos, del proceso en marcha a fin de comprender las claves tendenciales de lo que estaba ocurriendo y, por tanto, de lo que estaba por venir.
El primero de ellos apareció en 1992 bajó el título de El fin de la historia y el último hombre, escrito por Francis Fukuyama. Fue, digámoslo así, una interpretación optimista de las cosas: al caer la Unión Soviética se le daba fin a la lucha de grandes ideologías, y lo que estaba por venir iba a ser una serie de transiciones democrático-liberales alrededor del mundo, haciendo que todos los países se alinearan a las coordenadas triunfantes de la Guerra Fría: el liberalismo capitalista y la democracia pluralista.
El otro libro fue una suerte de réplica pesimista de las cosas, y fue escrito por Samuel P. Huntington en 1996 bajo el sugerente título de El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial.
Es un texto más realista ciertamente, y en él planteaHuntington que, a partir de la caída del muro de Berlín, no es que se fueran a acabar los problemas sino que se reformularían en función de nuevas coordenadas, o más bien habría que decir que de coordenadas viejas pero que habían sido desplazadas, precisamente, por las de la Guerra Fría: las nuevas alianzas entre naciones, establecidas antes por las afinidades ideológicas (capitalismo vs socialismo), se darían ahora en función de afinidades culturales y religiosas, es decir, en función de coordenadas civilizatorias, lo que significaba que lo que estaba por venir no era otra cosa que un choque de civilizaciones.
Esto es lo que lo llevó a cuestionarse si la decisión de México de optar por una alianza con sus vecinos del norte -culturalmente anglosajones y protestantes–, en lugar dehacerlo con sus aliados naturales latinoamericanos -culturalmente hispanos y católicos-, podría terminar por hacer de él un país desgarrado por intentar adoptar o integrarse a una cultura ajena.
El de México era para Huntington uno de los casos de los países o naciones que, tras la caída de la URSS, se vieron forzadas a redefinir su identidad, su ideología estatal y su política económica; en efecto, nuestro país tuvo que redefinirla para conformar una alianza comercial con Estados Unidos y Canadá dejando atrás décadas de economía cerrada e ideología nacionalista.
Pero si bien es cierto que México es más afín culturalmente a Latinoamérica, económicamente no lo es. Los costos de producción en México (intensivo en el factor laboral) son más bajos que en Estados Unidos y Canadá (países intensivos en el factor capital), por lo que sus economías se complementan, razón por la cual un tratado de libre comercio tiene más sentido con nuestros vecinos del norte que con Latinoamérica, que también es intensiva en factor laboral, es decir, que hay poco que “intercambiar económicamente” entre México y Latinoamérica y los números de nuestra balanza comercial así lo demuestran.
Por otra parte, no hay que perder de vista dos hechos contundentes que Huntington no menciona: la frontera norte de México y la frontera sur de Estados Unidos tienen más en común entre ellas que con el resto de sus respectivos países; y México, heredero de una gran cultura prehispánica y virreinal (ya he hablado aquí de que la primera globalización fue un proceso fundamentalmente novohispano), es la frontera latinoamericana con la América sajona.
Durante siglos, el sur de Estados Unidos formó parte del mundo hispanoparlante, y no olvidemos que, primero dentro del Imperio Español, y después ya en la correspondiente etapa independiente tanto de México como de Estados Unidos, sus principales estados y ciudades tienen nombres hispanos. La frontera que se definió en el siglo XIX, si bien efectiva geográfica y políticamente, culturalmente fue artificial, baste ver para ello las ciudades hermanas que en muchos casos llevan el mismo nombre o nombres similares: Nogales en Sonora y Arizona; Laredo y Nuevo Laredo en Texas y Tamaulipas; Mexicali y Calexico en Baja California y California.
Estados Unidos es en definitiva el país con el que muchos mexicanos viven una relación intensa día a día, lo cual se hace patente con el millón de personas que cruzan diariamente la frontera, según datos oficiales del Gobierno de México. Estados Unidos no le es ajeno, por tanto, a México, no siendo el caso para cualquier país sudamericano.
Además, México no es un país más de habla hispana, es la nación heredera de una de las principales civilizaciones prehispánicas, que ya contaba con una sólida y sofisticada cultura que sigue presente hasta nuestros días en todas sus formas: fisonomía, lenguaje, gobierno, arte y religión. La cultura mexicana es la verdadera frontera con los Estados Unidos y su avasallante cultura anglosajona.
Durante todo el siglo XX, México fue sin duda una gran referencia cultural para Latinoamérica, y, sin tener tal vezconciencia ni intención, ejerció lo que Joseph Nye llama “poder suave” (hablaré más de esto en mi próximo artículo) de una manera contundente hacia el sur de su frontera, primero gracias a la Revolución Mexicana y, después, a los grandes muralistas, al cine, la literatura, la televisión y la música.
La cultura mexicana es única, cuenta con fuertes raíces prehispánicas, pero también es heredera del mundo greco-romano, que llega a través de los españoles y se consolida con las instituciones que conformaron a raíz de su llegada a México. Como Huntington mismo lo menciona, “Latinoamérica es el vástago directo de una civilización longeva (Europa, es decir, Occidente)”. México cuenta con suficientes afinidades con los Estados Unidos, pero también con una sólida cultura propia, que le ha permitido preservar y fortalecer (incluso promover) su identidad a pesar de la alianza estratégica con la superpotencia sajona.
Cualquier reformulación sobre el destino y la identidad de México tiene que hacerse tomando en cuenta estas variables y cuestiones. En mi próximo y último artículo de esta serie daré mi balance y conclusión al respecto.
*La autora es Secretaria General de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión