Llegué como llegan siempre las ilusiones en la adolescencia, temprano por la mañana, para ser siempre el primero, y temeroso, toqué con suavidad disimulada, la vieja puerta de madera de aquella casa de al lado, en cuyo interior se encontraba lo que más anhelaba en la vida; y miré de pronto al cielo e hice una breve y sentida plegaria, después, cerré los ojos y queriendo tenerlo todo conmigo, crucé los dedos con la esperanza, de que la suerte me favoreciera, y al abrirse la pesada hoja de madera que nos separaba, asomara, como el radiante sol que ilumina el nuevo día, la persona que yo más anhelaba; y mis ruegos por Dios escuchados fueron, y mis dedos se destrabaron después del deseo pedido, y al extender mi brazo para obsequiarle mi mano, a la blanca y tersa mano de quien me habría de acompañar a aquel siempre recordado mágico paseo, salimos caminando como dos buenos amigos, por aquellas fantásticas calles del barrio, testigos de nuestros maravillosos juegos, donde por cierto, todo mundo nos conocía, y para no sonrojarnos por las miradas indiscretas, decidimos, en una mirada de complicidad abierta, caminar despacio, más en cada paso que dábamos, el silencio se rompía, no por el roce de las suelas de los zapatos  con el suelo, sino del corazón de ambos, que al unísono golpeaba fuertemente contra el pecho. Del 19 y 20  Zaragoza nos llevó una eternidad para llegar al 17; a lo lejos, distinguimos el color de la esperanza, de la verde y frondosa centenaria arboleda que con ansia nos aguardaba, para darle cobijo a nuestra verídica inocencia. Antes de buscar la banca enamorada, metí la mano a la bolsa de mi pantalón, buscando aquella bendita moneda que pudiera presentarme ante la dama como una persona de cabal solvencia, una vez en mi mano la forma de pago, le ofrecí cortés se sentara a mi lado en aquella tradicional refresquería de la esquina, donde ambos pedíamos un machacado de piña, para después, tomados de la mano, llegar hasta el sitio que guardó por tantos años el secreto del juramento de amor que nos hicimos.

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