La poeta indiocanadiense Rupi Kaur, el youtuber mexicano Luisito Comunica, el empresario norteamericano Mark Zuckerberg, el escritor español Javier Castillo, la escritora china Fang Fang y el presidente Trump tienen algo en común. Su principal canal de comunicación es una red social o plataforma. Respectivamente: Instagram, YouTube, Facebook, Amazon, Weibo y Twitter.
Cuando tienen algo que decir, lo hacen directamente a su audiencia, sin edición. En redes sociales y plataformas tecnológicas se desconoce el editor. Nada se interpone entre productor de discurso y público. Nadie corrige, matiza o verificar. Se derriba jerarquías y que el talento brille en el panorama horizontal y democrático. Es espejismo, existe intermediación, un algoritmo. El editor es una fórmula matemática, protocolo automatizado que se apropia del proceso de edición: los algoritmos editan la realidad. Es hora de que las plataformas asuman que son las editoriales más poderosas. Editan en parte a los medios y a las editoriales tradicionales.
Los miles de millones de dólares que ganan Facebook, Instagram, Twitter o Amazon con nuestro esfuerzo, arte y ego, deben provocar que esas corporaciones asuman su naturaleza. Son editores de contenidos y de realidades. Y, como hacen los editores de libros, películas, series o noticias, deben pagar a quienes los producen para ellos. De lo que se crea y produce, los editores han decidido tradicionalmente lo que merece ser leído. Lideran un proceso que incluye corrección, arte, impresión, distribución y mercadotecnia. Así, mejoran, embellecen texto e imágenes de la pieza periodística o del libro.
Entre producción y recepción de textos, fotos o vídeos publicados en línea existen mecanismos de selección, filtro y publicidad, parcialmente inhumanos. Todo lo que llega por Google, YouTube o Tik Tok se decidió por sus algoritmos. Si la apuesta por un libro de una editorial tradicional se traduce en anuncios en prensa o en redes o en compra de espacio en librerías, la de Amazon que depende de cálculos que se producen en algún lugar entre Big Data y machine learning consiste en destacar ese título, en hacerlo brillar en la selva oscura de internet.
Estos mecanismos no buscan mejora, belleza o verificación de contenidos, sino su viralidad. En eso, las plataformas coinciden con las fábricas de desinformación. Quien cree que los virus pandémicos son creados en laboratorios biológicos es víctima de memes y noticias falsas diseñados en laboratorios de desinformación. Mensajes que se benefician de un diseño que apela a un instinto primario, como de la tendencia de internet a difundir lo que ya cuenta con gran difusión.
Se aprovechan que Facebook publica una noticia falsa como si fuera real sin temer una demanda, lo que un periódico no puede hacer, esto permite un ecosistema mediático fraudulento. Es buena noticia que la red social cambiara el algoritmo para privilegiar noticias basadas en reportería a fines de junio; y que potencie la figura del moderador, entre editor y censor, y creó un comité en cuestiones éticas. La intermediación algorítmica convive con la humana. Con esa alianza, Facebook intenta moderar a sus 2,500 millones de usuarios.
También en su principal dimensión editorial, que implica la publicación constante de millones de contenidos informativos y culturales, las plataformas deben asumir su papel de intermediador. Si el sistema heredado del siglo XX paga a los creadores un porcentaje de derechos de autor que genera su trabajo, el que ha emergido en el siglo XXI no paga. Se basa en la consigna de que te explotas a ti mismo. Después, con suerte, consigues articular una comunidad de fans que se auto explotan en tu beneficio. De todo ese trabajo gratuito, puedes llegar a extraer ingreso secundario, pero quienes más se benefician son las corporaciones y sus accionistas. Y la gran mayoría sale perdiendo.