La historia no es nueva. No, que va.

Me atrevo a abordar un tema futbolístico por su relación circunstancial con la inseguridad, que el sábado pasado cimbró al balompié mexicano con Querétaro como escenario, con una violencia atroz cuyo saldo aún no sabemos a ciencia cierta si fue mortal o no, por las versiones contradictorias de las autoridades y de las redes sociales.

Con total justificación campea la indignación nacional por esos hechos. Esa forma brutal de entender al deporte o los colores de un equipo no sólo debe ser condenada, sino castigada en forma ejemplar con todo el peso de la ley.

Sin embargo, al margen de este lamentable suceso, quienes hemos vivido directa e indirectamente parte de nuestra vida en una cancha, tenemos muy claro que lo registrado en el estadio La Corregidora es una historia añeja y recurrente, sufrida no sólo en una liga profesional, sino en todos los niveles del futbol –no se diga el llanero gracias a la omisión de autoridades deportivas y policíacas para aplicar un verdadero esquema de disuasión y sanción a los delincuentes disfrazados de aficionados.

Lo expongo con conocimiento de causa.

Quien escribe empezó su incursión en el periodismo como reportero de deportes en el desaparecido cotidiano El Heraldo de Tampico, en donde me tocó en suerte tener como “fuente” al Club Tampico en la Segunda División, cuando el Estadio Tamaulipas era orgullo sureño.

La página negra que narro en este espacio le corresponde a ese equipo, que en forma paradójica precisamente acaba de emitir un comunicado condenando la violencia queretana. Para hacerlo y mostrar que la violencia es congénita al futbol y a sus seguidores, abro una ventana al pasado, décadas atrás casi una réplica de lo sucedido e ese sábado maldito.

Corría la parte final de los setenta. Su servidor tenía apenas 20 años y la Jaiba jugaba con el equipo de La Piedad, Michoacán, conocidos como los Reboceros.

El partido parecía tocado por el Diablo. Se daban con todo y en una acción un jugador celeste cayó por una patada artera.

Fue como un estallido: Las dos bancas saltaron al césped y se enzarzaron en una pelea cruenta que tal vez no hubiera pasado a mayores, pero alguien –nadie supo quien– abrió la puerta de la valla, igual que sucedió en La Corregidora, y los enardecidos porristas del Tampico entraron en tropel para agredir brutalmente a los michoacanos.

Hubiera sido una tragedia, pero el entonces entrenador jaibo, “El Chato” Mata, se enfrentó a puntapiés contra sus propios seguidores para defender a los visitantes y jugadores como Mariano Varela y el médico Zapién lo secundaron, lo que hizo retroceder a la horda, no sin dejar a más de la mitad del cuadro foráneo en condiciones delicadas.

No se detiene allí la historia. El Tampico tenía que “pagar” la visita a La Piedad. Y los fanáticos locales ya les tenían preparada la recepción.

El partido duró apenas 20 minutos porque los vándalos no se contuvieron más. Forzaron las entradas a la gramilla y se lanzaron contra los porteños, especialmente contra “El Mocho” Cortez, quien había golpeado salvajemente a un rebocero en el Tamaulipas. Curiosa y providencialmente, quienes salvaron lo que parecía sería una masacre no fueron los policías, que figuraban como simples espectadores–una escena ya familiar– sino los propios aficionados michoacanos, con casos extremos como dos padres de familia que a punta de pistola defendieron a los tamaulipecos que buscaban salvarse en el graderío.

¿Hubo sanciones?…Prácticamente no. Apenas castigos a algunos jugadores y multas a los dos equipos. La violencia fue perdonada graciosamente y la entonces llamada División de Ascenso siguió como modelo de brutalidad en muchos casos.

No es nuevo esto. Germinó desde hace muchos años y nunca se ha castigado ese salvajismo con el rigor que merece. A lo largo de los años se han protagonizado batallas campales que dejaron innumerables víctimas, pero nunca se ha clasificado ese problema como una prioridad a resolver.

Y las consecuencias, nefastas consecuencias, allí están…