Un día, después de pasar muchas dificultades, logré asistir, con un grupo de amigos, a una importante conferencia magistral en la ciudad de México; el ponente, por cierto mexicano, era todo un personaje en su especialidad, reconocido mundialmente. El auditorio estaba atestado de profesionistas de diversas áreas de la salud; tan sólo la lectura del currículo se llevó aproximadamente 15 minutos, y al iniciar la disertación, como por arte de magia, cesó abruptamente el parloteo, porque todos en la sala enmudecimos, al parecer, deseábamos escuchar con atención cada palabra que saldría de la boca de aquel sabio. El profesor habló de cómo el hombre se complicaba y complicaba la vida de los demás, de una manera absurda; expuso una serie de ejemplos, desde el inicio de la torpeza, hasta llegar a la estupidez, y conforme iba narrando cada caso, empecé a notar cómo algunas personas se inquietaban, denotando tal vez ansiedad, confusión o simplemente desacuerdo con lo que se estaba exponiendo; poco a poco regresaron los murmullos al auditorio, pero el maestro seguía su exposición sin inmutarse, cuando por fin terminó el tema, nos dijo a los asistentes: Seguramente habrá muchas preguntas, y es éste el preciso momento para hacerlas. El auditorio de nuevo quedó en silencio, el ponente esperó pacientemente un par de minutos, y al no haber preguntas, agradeció a todos su excelente atención al tema que disertó, y sin más se retiró; curiosamente, tampoco hubo aplausos, y todos empezamos a salir en silencio.
Mis compañeros y yo, fuimos a un café muy popular que estaba cercano a nuestro hotel y cual fue nuestra sorpresa, que ahí encontramos al maestro, acompañado de otra persona; los de nuestra mesa empezamos a preguntarnos lo que había ocurrido en aquel evento, y salieron a colación una serie de posibles causas, entre ellas, que el ponente no había sido muy claro en su exposición, o que tal vez hubo decepción, porque ésta fue demasiado sencilla; después concluimos que deberíamos aprovechar la oportunidad y que uno de nosotros acudiera a hacerle una pregunta, previamente consensada por el grupo, así que al tenerla, después vino un sorteo rápido para seleccionar quién acudiría a planteársela, y tuve la suerte de llevar tan delicada misión; confieso que empecé a sudar frío y me temblaban las piernas, y una vez en su mesa, me presenté, y el hombre me invitó a sentar; al estar frente a frente, de los nervios, se me olvidó lo que le iba a preguntar, así que se me ocurrió felicitarlo por su excelente disertación; el hombre me miró fijamente y me preguntó: ¿Por qué no me felicitó en el auditorio?, sin más le contesté: Es que su disertación me dejó sin palabras, y luego él replicó: Y usted ¿cómo cree que me quedé yo, cuando nadie preguntó, y de pasada nadie aplaudió?, salí del auditorio sudando frío y me temblaban las piernas.
Después de aquella valiosa experiencia, cuando tengo que enfrentar a un público extraño, les preguntó a los asistentes: ¿Alguien, además de mí, en este auditorio, tiene tanto frío que le estén temblando las piernas? Y de esa manera disimulo mi ansiedad.
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