El más pequeño de mis nietos, José, de tres años de edad, me pidió que lo cargara, cuando le pregunté por qué, sonriendo me dijo que quería sentirse más alto. El mayor de mis nietos, Sebastián, de catorce años de edad, me pidió me parara junto a él, cuando le pregunté para qué, me dijo: porque quiero llegar más alto que tú. No necesité preguntarles si me amaban, porque de alguna manera veía en mí algo que les atraía y que yo interpretaba como: Si me cargas, diría José, podré estar más cerca de ti y con mis pequeños brazos podré abrazarte hasta que mi mejilla roce la tuya y mis labios puedan besarla. Si te paras junto a mí, diría Sebastián, podré demostrarte que casi estoy a tu altura y poder abrazarte sin la necesidad de que me cargues en tus brazos como lo hacías ayer.
Tal vez muchos de nosotros estemos acostumbrados a tener una comunicación más directa, deseamos con ello tener la seguridad de entender los mensajes que nos están transmitiendo verbalmente las personas con las que convivimos, pero yo les aseguro, que en muchas ocasiones, una mirada, un gesto, una caricia, son más efectivos para saber lo que la otra persona nos quiere decir o hacer sentir.
Si mi corazón escucha el callado mensaje de una mirada, de un gesto, o de una suave caricia, le basta para experimentar la misma emoción que si recibiera el mensaje a través de las palabras; pero si me abrazas, me acaricias o me besas, mi corazón le hará sentir al tuyo el gran amor que los une.
La energía positiva que se establece entre el más pequeño y el más grande de mis nietos, regresa a mí convertido en amor, porque igual José crecerá ya no necesitará que lo cargue y Sebastián me alzará en sus brazos para poder abrazarme.

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