Inicié a escribir desde los quince años de edad, necesitaba hacerlo, porque sentí que tenía muchas cosas que contar, al primero que le escribí fue a mí mismo, hojas y hojas de escritura en cuadernos, tratando de conocerme a través del pensamiento escrito; he de confesar, que fueron letras escritas con sangre que provenía de una herida invisible y que era frecuentemente lavada por la lluvia, que procedía de mis nublados ojos. Eran aquellos años, como una especie de génesis en mi ser, donde todo era oscuridad, y el Dios que hay en mí, decidió terminar con el caos, y poner todas las cosas en orden. Al principio crió mi cielo y mi tierra, después, mi Dios decide iluminar ese espacio en el que había deambulado en total oscuridad, y para alegrarme hizo el día y para recordarme dónde me encontraba antes de conocerlo, hizo la noche.

Entonces la luz me hizo ver desde un principio lo largo que sería el camino que tenía que recorrer, para llegar a aquello que di en llamar no sé dónde. ¿A dónde vas?, me preguntaba el Dios de mi interior cada vez que veía, que cerrando los ojos, empezaba a correr como loco hacia no sé dónde. Y cuando de tanto correr caía exhausto al suelo, tan cansado, tan débil, sin fuerza para levantarme, el Dios que hay en mí me levantaba, sacudía el polvo de mi ropa y se sentaba a mi lado, para hacerme sentir su amor y su misericordia, y algunas de las preguntas que siempre me hacía eran: ¿A dónde vas con tanta prisa? ¿De quién estas huyendo? Mi respuesta siempre era la misma: No lo sé; entonces él me decía: ¿Quieres que te ayude a encontrar el camino? Sí, quiero, le respondía.

Hace mucho tiempo que escribo, lo primero que escribí tenía una razón de ser, aunque yo no lo sabía; entonces, caminaba descalzo entre abrojos y espinas, mas no sentía dolor, porque el dolor fluía a través de mi pluma; he de confesar que el dolor que cada palabra exhibía, en ocasiones tomaba vida, y aquellos que leían lo que yo escribía, llegaban a conocer y a sentir lo que quedaba plasmado en el papel, entonces el dolor podía definirse, como una sensación propia de todos aquellos, que como yo, caminaron entre abrojos y espinas.

En todo este tiempo le he estado escribiendo al amor, a unos les causa risa, a otros indiferencia, pero a todos aquellos que tienen un corazón como el mío y en él se encuentra el mismo Dios, que yo siempre digo que es mío, pero que es de todos.

En todo este tiempo he estado escribiendo para mí, para ti, para todos los que hemos conocidos a Dios y en él, al único amor que ha existido.

Hay palabras que duelen tanto cuando las dice alguien que se siente perdido y que hacen que nuestra alma quiera regresar a su origen antes de lo debido; hay palabras que ofenden y lastiman al mismo Dios que nos dio la vida.

Dios mío, Dios que habitas en el corazón de todos los que te aman, quédate en el corazón del que blasfema, del que difama, del que igual es consumido por la llama del dolor, por sentirse víctima de los que un día eran la luz que alumbraba el principio de su camino, hacia la luz eterna, donde se encuentra el único ser que puede sanar las almas que se encuentran heridas.

“Y volviendo Jesús a hablar al pueblo, dijo: Yo soy la luz del mundo; El que me sigue, no camina a oscuras, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8:12).

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