En la antesala de las campañas electorales, tras décadas de ser testigo unas veces y protagonista secundario otras, de este tipo de procesos, no puedo erradicar de la terca memoria las experiencias del pasado en ese terreno.
Como en los viejos cuentos para niños, hubo una época ya lejana, aunque muchos jóvenes no lo crean, cuando esas campañas eran tiempos alegres y hasta podría decirse que de fiesta. Y hasta sin insultos.
La búsqueda del voto estaba plagada de promesas venturosas que nadie creía pero aligeraban el ánimo. Estaban también prácticamente libre de injurias y “descobijes” –posiblemente porque en muchas ocasiones el triunfador ya estaba definido– y lo más importante: Aunque lógicamente había perdedores, la sociedad en general ganaba.
Los pocos que lean estas líneas coincidirán conmigo o me pondrán como palo de gallinero por lo que voy a exponer: Esos días de campañas jubilosas eran los tiempos del priísmo.
Trataré de explicar el porqué de esta percepción.
Para empezar no existían límites agobiantes y hasta absurdos en los gastos, en tanto las campañas duraban cuatro y hasta seis meses en el caso de los relevos presidenciales. Medio año de recorrer de punta a punta el país ponía en las manos de sus habitantes la oportunidad de conseguir un respiro a la economía profesional y del hogar, siempre tacaña con las mayorías.
Ganaban los taxistas, los hoteleros, los restauranteros, los carpinteros, electricistas, mecánicos, comerciantes, vendedores ambulantes, medios de comunicación, transportistas, fabricantes de gorras y banderines, gasolineros y hasta el de la tiendita de la esquina esperaba anhelante esas aventuras con una frase que era familiar en ese entorno:
“En esta campaña me repongo”…
Pero aparecieron los controles legales, que en los hechos han servido lo mismo que un foco fundido.
En aras de una supuesta equidad que en realidad jamás ha existido ni existirá mientras un gobierno sea el mecenas de un candidato, empezó el dominio de los “cuentachiles” y la alegría exultante de las campañas se convirtió en zozobra por el temor a perder en la mesa de un consejero o de un juez, si se sobrepasaba unos pesos el límite impuesto.
El argumento fue que se gastaba demasiado, lo que sin duda es cierto, pero por lo menos era dinero que se repartía profusamente en gran parte de los segmentos sociales y productivos, mientras hoy se sigue repartiendo, pero en los bolsillos de unos cuantos vivales que aprovechan las lagunas de la ley para quedarse con las jugosas prerrogativas que ya ni siquiera deben buscar, sino sólo dar el número de cuenta para una transferencia.
Todo esto lleva a una realidad:
Las campañas siguen costando lo mismo, siguen siendo un cuerno de la abundancia en varios casos, pero con la enorme diferencia de que lo que era beneficio para muchos, hoy es botín de unos pocos…
‘DURO PARA MORIR’
Y para continuar con el tema de los gastos en las campañas, es necesario echarle “un ojito” al clima previo a las actuales.
En esta ocasión aludiré sólo al escenario que rodea a uno de los precandidatos a gobernador, por la facción de MORENA; Américo Villarreal Anaya.
Casi todos conocen su astringencia económica, eufemismo que en lenguaje coloquial se define como “duro para morir”. Financieramente, desde luego.
Hoy, muchos de sus adeptos juran y perjuran que esa actitud es cosa del pasado y que el médico tiene plena conciencia de lo que se debe invertir en una campaña, especialmente cuando la meta es una gubernatura.
Podría ser cierto, pero un pasaje cercano, de apenas cuando inició su paso por el Senado, revela la visión del hoy aspirante en ese sentido. Lo expongo.
En un acercamiento con sus nuevos pares legislativos, Américo se ufanaba de haber alcanzado ese escaño con apenas un puñado de billetes –alrededor de 600 mil pesos– y ponía esa cifra como ejemplo de que no era necesario gastar más para ganar, sin valorar que ese triunfo se debió a la marca AMLO y no a sus cualidades políticas.
No sé si realmente habrá cambiado esa visión, pero lo que bien se aprende, jamás se olvida…
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