Dichosos los que tienen la capacidad de observar y valorar el entorno donde la fantasía se vuelve realidad, donde el tiempo y el espacio se conjugan para establecer y adornar el escenario, donde el ver, escuchar, oler, probar y tocar detona la emoción que te hace evidenciar la agradable sensación de sentirte integrado a la naturaleza.
Ayer, cuando me concebía naturalmente verde, inocente e ignorante, habría que reconocerlo, hasta temeroso de pisar la hierba al pensar que mi huella era el motivo de una herida a su vegetal estado, y que el dolor de la misma se difundía a través de la piel de mis pies descalzos, dejando en mis plantas la impresión del efecto concebido que, impregnadas de aquel aroma y de aquel color tan natural, se convertían en recuerdos que nunca olvidaría.
Caminar pues, por la senda del paraje virgen, hasta llegar al ojo de agua, manantial de pureza extraordinaria, transparencia de hidratante frescura, que despierta el ánimo a continuar con la locura de buscar la esmeralda, que se confunde en la espesura de la inmensidad de aquel verde paraje que, sin ser mar, con el viento parece levantar un atrayente oleaje, proveniente de una mirada penetrante, perdida entre el todo y la nada, que vive escondida para no ser vista por el temeroso caminante.
Ver, escuchar y oler como primera medida, hasta llegar a experimentar el sentimiento que se desprende de tan significativa emoción y definirá a través de ella, si lo que llama a integrarte, te impulsa a tocar y a probar, y despierta en tu ser el deseo o el amor verdadero, para poder discernir si se vive una realidad o se trata tan sólo de una fantasía.
Concluyo de todo lo anterior, que el color de la inocencia y de la ignorancia, es verde, por lo tanto, el color de la juventud es igual; mientras que la madurez se pinta de un color azul cuando el cielo está claro o de gris cuando el cielo es obscuro, cuando se deja de soñar y se vive en la realidad, cuando se está en guerra o cuando se está en paz consigo mismo.
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