Descansaba recargando mi espalda en el grueso tronco de una añosa palmera, entre dormido y despierto, sentí cómo la brisa de aquella tarde que no era como cualquiera, motivaba a sus  verdes hojas palmeadas, a moverse en las alturas con el aire, para emitir el sonido de un roce, semejante a unas manos que aplaudieran y así llamar mi atención y mirara a las alturas, para presenciar el prodigio de la hermosa transformación, de pasar, de una vida a la otra, esto, sin perder la idea de que la hoja que parecía muerta, estaba llena de vida; y aquel sublime ruido convertido en aplauso, despertó mi curiosidad entera, hasta llegar a la conclusión que lo mismo estimula a los sentidos, el ver una hoja de palma en las alturas, que verla tirada en el suelo, esta última, como si hubiese sido de su matriz arrancada, una vez que el tiempo le arrebatara el vigor de sus mejores días; más, al cerrar los ojos, poco antes entreabiertos, pude imaginar, que la misma hoja caída, regresaba al sito de su vital nacimiento, para cumplir con un nuevo ciclo de vida que le esperaba.

Creer sólo por creer, no aporta nada, creer por tener la certeza de que existe un Dios vivo Todopoderoso, que nadie ve, pero lo siente y lo presiente, hace que el ser creyente, tenga la firme confianza en que la vida no termina cuando el hombre exhala el último hálito de vida, pues el cuerpo, resulta ser un vehículo que le permite poner en buen resguardo al espíritu, mismo que requiere un proceso de maduración salvífica para regresar al que le animó aquel recipiente, con su aliento de vida.

Creyentes o no, todos tenemos un origen común, todos hemos sido dotados con una energía vital, que requiere cuidados especiales y se alimenta de amor por sí mismo y por el prójimo, siguiendo las enseñanzas espirituales de Cristo Resucitado.

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