Mis pies descalzos tocaron el tibio líquido proveniente de la fuente de agua viva que me recordó algo que había olvidado, y aquel sonido, tan sutil, tan suave, tan lleno de ternura y vida, llegaba a mis oídos en continuas y tersas oleadas de paz y de armonía, meciéndome y calmando mi ansiedad por conocerte y conocer el mundo; pero ahora te digo, que la calidez de aquel claustro era tal, que no tenía ninguna prisa, porque además, sabía que mi hora llegaría, así, como el Creador lo había dispuesto, ni más tarde, ni más temprano.
Y ahora que estoy aquí, en un tiempo al que todos llaman años, añoro más que nunca la tibieza, la paz y la armonía, pero más mis felices días que pasara junto a ti, en aquella etapa de inocente proceder, de ilusiones, de sueños y fantasías, que me daban la esperanza de vivir la siguiente etapa, esa, donde mi curiosidad se debería de transformar en las bases que dieran a mi inteligencia una respuesta al por qué de todo lo que ocurría.
Hoy no puedo desnudar mis pies para sentir el calor que provenía del cuerpo, donde el tibio elixir que el corazón bombeaba con alegría y que con cada latido me alimentaba para conformar la figura para albergar el alma que habría de animar el todo y que provenía del obsequio divino de dueño de la sabiduría universal, y que sembrara en su tiempo la semilla para que el huerto de la humanidad germinara en esta tierra originada por su amor y su bondad.
A qué aspiramos todos después de la experiencia llamada vida, no a la muerte, porque ésta ya fue vencida, aspiramos entonces a la vida eterna.

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