Mira que rechinido de la carreta me está arrullando, la tarde está más cálida, y el cansancio y el fastidio se asoman, haciendo que mis ojos vean perderse la vereda aterrada. La levantada temprano está cobrando la factura, más pronto esta carreta vacía estará colmada de los frutos de los nobles naranjos. Ya se avizoran los cúmulos de naranjas jugosas, apiladas en los puntos deseados, ya el olor de las hojas magulladas al arrancarlas del tallo se esparce por el campo querido; y entre el sudor que empapa la camisa blanqueada y el polvo del camino que ha levantado el viento al rodar las grandes ruedas de la carreta, puedo percibir ese olor a tierra mojada, aunque no es por la lluvia que tanto esperamos; y es que en la madrugada, el cuerpo aún tibio, temblaba, al sentir el remojo del agua helada, mientras el vapor condensado podía apreciarse salir por los orificios nasales; ¿para qué bañarse tan temprano? me preguntaba, si como quiera saldremos por la tierra bañados, más tenía razón el abuelo, al decirnos que de la piel húmeda saldría escapando el tenue olor a jabón perfumado con el que nos habíamos bañado.

Los bueyes ya llevan el paso, pareciera que entre ellos algo están rumiando, será que se preparan para seguir jalando, pero ahora con el sobrepeso esperado.

Ya no se escucha el rechinido de la carreta, porque ésta ya no está vacía, pero sí se escucha la algarabía de dos grandes amigos, charlando sobre el regalo de los nobles naranjos.

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