Y se abre la puerta de la vida y me encuentro con la sorpresa de que me espera un día maravilloso para vivir, doy un paso al frente y levanto mis brazos al cielo, respiro lo más profundo que puedo y digo a todo pulmón: ¡Gracias! y mi positiva actitud llama la atención de quien me observa. Algunos dirán: Pobrecito, perdió la cordura; otros comentarán: Es el encierro, todos terminaremos igual. Pero yo sólo tengo una inmensa alegría y externo mi gratitud al causante de mi sincera y emotiva expresión: ¡Gracias! Alguno se preguntará: ¿A quién le estará dando las gracias, y por qué? La calle se muestra desierta, la gente curiosa se asoma por las ventanas, y muchas de las puertas permanecen cerradas. Por fin, alguien se acerca con temor y cautela, y pregunta: ¿Se siente bien? ¿Puedo hacer algo por usted? Mejor no me puedo sentir, le dije, no se preocupe, y el motivo de mi alegría es muy obvio ¿acaso no tiene ojos, perdió usted también el sentido del oído y del olfato? ¿Acaso no siente la fresca brisa?

La verdad, no veo nada de extraño en el entorno, todo está como siempre, pero dígame ¿qué es lo que usted ve, lo que escucha, lo que huele y lo que siente? ¿Qué es todo eso que le causa alegría? Yo le aseguro que en este pueblo, nadie tiene un sólo motivo para justificar una conducta como la suya, pues este año no ha sido bueno para nadie, ahora dígame ¿cuál es el motivo de su evidente locura? Disculpe usted ciudadano, yo sólo desperté un día, y me quité de encima una serie de capas que cubrían mi ser, entre ellas estaba el miedo, la incertidumbre, la ingenuidad, la desconfianza, la insensatez, el egoísmo, la estupidez, la ignorancia, el despotismo, la arrogancia, el egoísmo, el resentimiento, el odio y la venganza; con dificultad me puse de pie, no veía, no escuchaba, no tenía olfato, con dificultad respiraba, me puse a llorar mis desgracias, caminé unos pasos a ciegas y me topé con alguien, de inmediato pregunté:¿Quién eres tú que me acompaña en días tan aciagos? Yo soy la esperanza, contestó, y he venido por ti, para guiarte hasta la puerta, alguien te está esperando detrás de ella. Me aferré fuertemente a la esperanza y me sentí seguro al dar el paso, sentí a su lado la confianza, recuperando con ello mi voluntad, mi templanza y al estar frente a la puerta, recuperé mi seguridad, tomé fuertemente la chapa con mi mano y la giré hacia la derecha y fui abriendo lentamente, fue entonces que recupere la vista, mis oídos empezaron a escuchar, la maravillosa luz del día le devolvió el calor y el color a mi piel, la suave brisa limpió todo el polvo que me cubría, y la ansiedad que me oprimía destapó las vías de mi respiración y el bendito aire penetró hasta mis pulmones, recuperando también la fuerza de mis brazos y elevándolos al cielo, de mi corazón salió la palabra: ¡Gracias!

¿Pero buen hombre, aún no me ha dicho a quien le daba las gracias? Lo siento mucho amigo, sólo puedo decirle lo que a mí me dijo: “El Espíritu del Señor reposó sobre mí: por lo cual me ha consagrado con su unción divina, y me ha enviado a evangelizar o dar buenas nuevas a los pobres; a curar a los que tienen el corazón contrito; a anunciar libertad a los cautivos, y a los ciegos vista; a soltar a los que están oprimidos; a promulgar el año de las misericordias del Señor, o del jubileo, y el día de la retribución” (Lc 4:18-19).

Un buen día desperté pensando en todo lo que no veía, no escuchaba, no olía y no sentía, y mi corazón se llenó de gozo porque ante mí estaba quien cambiaría para siempre mi vida, él se llama Jesús y es el motivo de mi locura.

“El que tiene oídos para entender, entiéndalo” (Mt 11:15)

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