Soy como un libro abierto, mostrando con ello, qué hay detrás del título del mismo, pretendiendo llamar la atención, al familiar, al amigo, al compañero y a todo aquel, que sabiendo leer, pudiera estar interesado, ya no digamos en conocer mi día a día, sino de verse reflejado en las historias que narro, para encontrar en ello, que los seres humanos no somos del todo diferentes, de ahí que, no debemos juzgar a la ligera a quienes creemos conocer, por eso, es necesario ver con el corazón, y no fiarnos de la especulación de la mente, porque podríamos descubrir, que por lo general, estamos equivocados.

Un día muy soleado, ayer, en mi juventud, me encontré dando un paseo por un hermoso paraje de la amada tierra de mis abuelos maternos; disfrutaba, por supuesto, cada uno de los pasos que daba, admirando las bondades de la madre naturaleza, y sintiéndome por ello muy afortunado; después de 4 ó 5 kilómetros de recorrido y de haber sudado abundantemente debido al agobiante calor, me asedió la sed, y como aún faltaba mucho por llegar a mi destino, recordé con sobrada alegría, que más adelante, por aquel camino de Dios, se encontraba un pequeño manantial de agua tan fresca y pura como ninguna, donde el ingenio de algún trabajador del campo, había quedado más que demostrado, al colocar un barril de madera sobre el matinal, ésto, para simular que el agua salía del mismo recipiente de manera natural.

Por fin lo pude divisar, pero, no me apresuré en llegar, fingí que no tenía sed, pues en verdad, quería disfrutar el momento, así es que, cuando llegué, me arrodillé sobre una piedra laja color ocre, al pie del barril de madera, acerqué mis resecos labios y sutilmente los posé sobre la tersa superficie del agua que caía por uno de los costados del barril, sin ningún resentimiento, pero sí, cuidándome de no mojar mi ropa; cuando sentí que a mis labios regresó la humedad anhelada, empecé a sorber el líquido de vida, hasta quedar saciada mi sed; después me lavé la cara, y mojé un paliacate que traía amarrado al cuello, y me retiré  para recostarme  en la hierba en el lugar donde se reflejaba la sombra de un árbol joven de tupido follaje verde; con las manos detrás de la cabeza y cercanos a la nuca, y la mirada fija sobre las ramas que movía el viento, me dije: qué bien se está aquí, ojalá me hubieran acompañado mis amigos, seguro que nos hubiéramos quedado un buen rato, para después  despedirnos y hacernos la promesa de volver a vernos al siguiente día.

Siempre me pregunté, ¿por qué en aquel maravilloso día me encontraba solo?, me pregunté también, ¿en dónde se encontraban mis amigos? y me quedó la duda, si habría hecho algo que los hubiera molestado, o solamente, así como el agua pura que se deslizaba por el costado de aquel barril desvencijado, y presurosa corría por el arroyo, igual, mis amigos se habían marchado para siempre o de mí se habían olvidado.