He aquí una página del “Libro que nunca escribí” cuyo quinto capítulo se titula: La tarde de ayer.
Me vi de pronto en mi niñez, caminando aquella tarde, después del paso de la tormenta, sí, ayer, cuando sin medir consecuencias, mojaba mis zapatos en el agua que corría presurosa por las calles, buscando llegar al cauce natural que el hombre había desviado cuando urbanizó la gran ciudad. El dobladillo de mis pantalones no fue suficientemente alto como para no empaparse, así, como no lo era mi estatura en aquellos mis primeros 5 años de mi vida.
Mi madre, que estaba cerca, me observaba con detenimiento, era una tarde como ya lo dije, de ayer, como otras tantas que habíamos pasado ella y yo, esperando que algo nuevo sucediera en nuestras vidas, siempre con la esperanza de que fuera bueno; mas, el semblante de aquella hermosa mujer tan adorada por este su segundo hijo, no denotaba enojo, ni angustia, más bien nostalgia, pensando yo, antes de mirar sus ojos, que se debía al hecho de que pudiese caer y ser arrastrado por la corriente, o tal vez, porque el calzado sufriera un daño irreversible; pero mirando con detenimiento, como lo hacía yo en aquel momento, con la finalidad de sentir que ella me apoyara en aquello que parecía sólo un juego; veía cómo su mirada iba más lejos que los dos metros escasos de distancia en los que me encontraba de ella; entonces, me preguntaba si mi madre se había dejado mojar por la lluvia que caía de aquel cielo tristemente gris, porque me pareció ver que por sus mejillas resbalaban algunas de aquellas gotas que caían y mostraban su enojo con los que, queriendo o no, ensuciaban la vida de los demás, y que por ello, Dios nos obsequiara aquella bendita agua, ya sea para limpiar el suelo, o para limpiar el alma.
¿A dónde va el agua que cae del cielo y que arrastra todo lo que a su paso encuentra? ¿A dónde van las lágrimas que derrama el alma? ¿A dónde el pensamiento del niño, que se aferra al suelo para no ser arrastrado por la nostalgia de tantas tardes de ayer, esperanzado en la promesa del Señor de devolverle el color azul claro a mis desvelos?
Extiende tu brazo madre, y tómame de la mano, no dejes que me arrastre el agua poco clara de la tristeza, ¿no ves que no sé a dónde se van las aguas que caen del cielo? ¿No ves que no se a dónde se ha ido la inocencia de mis dulces sueños?
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El libro que nunca escribí
He aquí una página del “Libro que nunca escribí” cuyo quinto capítulo se titula: La tarde de ayer. Me vi…