Comentaba un hombre, que viviendo en la aparente realidad, ya no sabía lo que era, porque en ocasiones se percibía como ser humano, otras tantas, como una cosa, como un objeto inanimado, y algunas veces como un animal enjaulado que busca la salida del inconsciente; otras ocasiones, parecía como una pluma que bajaba sin prisa del inalcanzable cielo, y que impulsada por el viento, que ayudaba a las nubes a moverse, se llenaba de ansiedad por no conocer su origen, por no saber su rumbo y sentirse invadida por la incertidumbre de perderse en la nada.

Comentaba un hombre, que cuando la mente se fatiga, las ideas salen en huida, buscando escapar de la ocurrencia, buscando regresar algún día para reanimar a la conciencia del que no se va, del que no se queda, del que brilla en el interior de la oscuridad, del que navega en el mar de la infinita sabiduría.

Y llegó un tiempo, en un momento de la vida de andante sin moverse, que fue alcanzado por la suerte, que le pidió abriera los ojos para encontrar el camino que lo llevaría con premura a su destino; más el hombre desconfiado como era, se negó a escuchar, y a su manera, prefirió seguir enfrentando a la verdad por más incierta que esta fuera.

El hombre despertó del sueño de la supuesta realidad, no antes de subir y bajar escaleras a conciencia; con qué afán, no lo sé, pero esto le permitió conocer, que todo cuanto existía, en lo que consentía como vida, se originaba en la parte de su ser,  que de tanto pensar, en ocasiones le dolía, en otras le exigía descansar, pero sobre todo, le pedía dejara de pensar en todo aquello que suele vagar en el mar de la irrealidad, porque era bien sabido que el hombre que se engaña, de tanto dejar de creer en sí mismo, entra al laberinto de la soledad, aquél que conduce a la nada y al todo confuso, donde se distorsiona la realidad, donde el tiempo y el espacio se reducen a una oquedad oscura, que sólo recibe la luz, cuando las cortinas de los ojos se mantienen abiertas.

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