Ayer por la mañana me dispuse a mojar la tierra de las macetas que conforman un espacio entre piso y paredes de cemento del minúsculo patio de nuestro hogar al que reconozco y trato con respeto como un verdadero jardín; nótese que ya no utilizo el termino regar, porque da la impresión que se traduce en desperdicio de agua y la verdad es que además del deber que tenemos todos los ciudadanos de cuidar el vital líquido, desde hace meses a la fecha, muy temprano se restringe el suministro, así es que procuro dosificar el agua de manera equitativa entre las plantas que aún se mantienen firmes y conservan su color verde.
Pues bien, realizaba la labor citada y se acercó mi pequeña nieta María José, para preguntar qué estaba haciendo, entonces le contesté que les estaba dando de beber a las plantas; ella se quedó mirando el escuálido jardín y en seguida comentó: Abuelo y para qué les das de beber si ya tienen mucho tiempo en que los rosales no dan flores, la planta de mango jamás ha dado frutos, igual la planta de papayas, y no se diga las plantas de jazmín apenas les he visto dos a tres florecitas y no tienen fuerza ni para dar perfume; no deberías de gastar agua en ellas.
Me le quedé mirando a María tratando de responder de una manera que no se notara como un desacuerdo a su comentario tan acertado, pero que de alguna manera debería de complementarse con una lección de vida, así es que le dije lo siguiente: Cuando fui niño como tú, disfruté tanto de lo que nos ofrecía la madre naturaleza, vivía pues entre las plantas y las flores, sentía como ellas también disfrutaban con mi presencia pues me regalaban sus vivos colores y su perfume; ambas partes disfrutábamos del calor y la luz del sol, así como de la refrescante lluvia que Dios nos regalaba, pero no todo era alegría, cuando llegaba el invierno, las plantas y yo nos poníamos tristes porque tardarían algunos meses para volvernos a ver; pero nos cambiamos del campo a la ciudad y más tristeza me dio, porque ya no disfrutaría de la naturaleza, entonces sembré unas semillas de frijol en una pequeña maceta, todos los días la regaba hasta que las semillas germinaron y crecieron unas hermosa plantas; cuando llegaba de la escuela platicaba con ellas y tiempo después me obsequiaron una tiernas vainas que contenían nuevas semillas, pero un día llegó el invierno, entró por la ventana de mi cuarto y le robó todo el calor a mis plantitas y con ello perdieron su color y vitalidad, dejaron de escuchar mis palabras, pero no todo estaba perdido, pues en las vainas se encontraban las semillas que habrían de darles nuevamente vida, bueno eso si yo seguía dándoles el calor del amor con el que siempre las cuidé.
Este pequeño jardín que ahora tu ves un poco triste, sigue vivo y necesita de mí para seguir viviendo, no importa que en este momento no alegren mi vida con sus flores y su perfume, yo tengo fe en Dios, y él le devolverá de nuevo su esplendor a este jardín.
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